martes, 19 de febrero de 2013

MIRAD YO QUE VINE COMO CORDERO ENTRE LOS LOBOS


Vivimos tiempos inmisericordes. El Hombre, en su sano juicio, comprende su soledad, y por ello hace del estado de permanente enajenación, el concepto que mejor describe su actual situación. En definitiva, hemos alcanzado los tiempos, igualmente descritos en el Último Libro, según los cuales, los hijos se alzarán contra sus padres.

Uno tras otro asistimos, con la pasividad propia del loco, o con la abulia exclusiva del nihilista; al desencadenamiento uno tras otro de los acontecimientos cuyos preceptos originales pueden tan  solo significar el desmoronamiento definitivo de todos y cada uno de pilares sobre los que se apoya no ya la Cultura Europea, sino más bien la manera de entender la vida en Europa.

Lejos por supuesto al menos a priori de entrar en consideraciones axiológicas, constituye de obligado cumplimiento reconocer no tanto que la Iglesia Católica forma parte del modelo de cultura europeo, sino que hemos de ir un paso más allá, hasta conformar la certeza de que la forma de vida europea aparece inexorablemente recubierta de una capa de catolicismo la cual se pone de manifiesto no tanto a la hora de reconocernos en la Vieja Europa, como a la par estamos obligados a considerar razonablemente que de igual o de parecida manera, sigue  formando parte de los principios que son estructura en todos y cada uno de los elementos que subyacen incluso a las mencionadas estructuras europeas.

Por eso, cuando Benedicto XVI removía Roma con Santiago la pasada semana al anunciar su revolucionaria voluntad de renunciar, dejando con ello vacante la sede petrina; el asunto trascendía para pasar a un plano que supera con mucho al de una mera dimisión, para pasar a ser un asunto de verdadero interés.
Porque, ¿Puede verdaderamente Benedicto XVI volver a ser sin más Ratzinger a secas?

La cuestión es sencilla, y complicada a la vez. El silogismo que se plantea, en definitiva, puede tan sólo plantearse si nos atenemos a los cánones que los Cristianos Católicos se empeñan en otorgar cuando se empeñan igualmente en tergiversar todos aquellos aspectos que, en realidad, estarían sin duda mucho mejor tratados atendiendo a normas y procedimientos ajenos a las “razones vaticanas”. Y todo ello dicho en el día del aniversario del nacimiento de Nicolás Copérnico, y cuando han transcurrido escasas calendas de la conmemoración de la detención a manos del Santo Oficio, hoy Congregación para la Doctrina de la Fe, nada menos que de Galileo.

De verdad, no se trata de la ejecución de un juego de prestidigitación magnífico. Se trata sencillamente de la puesta en antecedentes de una serie de circunstancias cuya consideración resulta imprescindible a la hora de tener claro el grado de magnitud del acontecimiento reseñado. Así, es necesario recordar que el último pontífice que manifestó la osadía suficiente como para dejar vacante en vida la sede petrina, murió mucho antes de que el mismísimo Copérnico naciera.

Constituyen los logros de Copérnico, justamente traídos hoy aquí a colación, metáfora perfecta del grado de revolución que los mismos canalizaron toda vez que el modelo Heliocentrista se convirtió rápidamente en el exponente de un plan de desarrollo que, en el plano de la Sociología Humanista cuyo albor comenzaba a hacerse patente en el horizonte; completaría después el ingente filósofo Inmanuelle KANT. Sus “Crítica a la Razón Pura” y posterior “Crítica a la Razón Práctica”, conformaron un torbellino de nuevo saber para cuya mera interpretación no sólo se hizo imprescindible un largo periodo de tiempo, sino que, y he ahí lo más importante, hizo imprescindible la adopción inapelable de una sucesión de nuevos conceptos de marcado carácter estructural la suma posterior de los cuales, puestos todos en la debida perspectiva, hacían imprescindible la adopción de un nuevo paradigma que se versaba no en el reforzamiento mediante la discusión de aquél que había sido superado, sino en la inmediata destitución del mismo desde la convicción pragmática de que las mentiras que habían cimentado el mismo, lo hacían al imperdonable precio de socavar los cimientos de la Sociedad, al imperdonable precio de alienar al hombre “en tanto que tal”.

Y parecido, si no tal, es el escenario que la renuncia de Benedicto XVI trae consigo aparejada. Que nadie, ni los más Católicos, ni mucho menos los más reaccionarios, piensen que después de esto les bastarán con unos cuantos trucos (y un poco de humo blanco) para que todo vuelva a la normalidad, o a lo que ellos designan como normalidad porque ¿Dónde residía lo normal, en la muerte dramatizada desde la ignominia moral que nos regaló el anterior Papa, o en la huída funesta protagonizada por éste?

Para empezar a comprender la magnitud del acto, resulta recomendable reconsiderar una serie de hechos cuando no de acontecimientos cuya comprensión, nos ayudará cuando menos  a comprender el grado de diferenciación que merece el aspecto considerado.
Así, por ejemplo, no podemos hablar con propiedad y hacerlo de dimisión. Si El Sumo Pontífice es el anunciado de Dios en la Tierra, resulta que en el caso que nos ocupa, aceptar una dimisión constituiría la confirmación de que Dios se ha equivocado, hecho por definición imposible. En consecuencia, sólo nos queda canalizar el hecho a través de la conciliación que nos ofrece la metáfora de la renuncia responsable, con la cual no sólo minimizamos el impacto sino que además, logramos su metamorfosis hasta un punto que sólo puede concebirse haciendo virtud de lo que en realidad era exceso de vicio.

Por ello resulta si cabe más demoledor comprobar cómo un Papa que ha sido un modelo de virtud racional. Un Papa que como han dicho algunos medios de difusión en España llegaba a constituir, tal y como demostraba en sus escritos, un faro de virtud moral; acabe por tener que pedir el auxilio de sofistas encargados de convertir lo blanco en negro, o lo que es lo mismo, sean capaces de rellenar las mismas editoriales que hace ocho años convertían  a Juan Pablo II en un “Santo Súbito” por mantenerse “imperturbable” en su puesto en una agonía devastadora que sin duda hizo más daño que beneficio a la Iglesia; transformando ahora en “un acto valiente” lo que no es sino una huida protagonizada por un hombre que en última instancia se ha cansado de protagonizar un papel en el que, probablemente hace tiempo dejó de creer.

Pero que nadie se preocupe. Se trata de la Iglesia Católica. Por ello, convirtiendo de nuevo el vicio en virtud, sin duda hallarán la forma de convencernos de que el verdadero problema no es sino encontrar la fórmula mediante la que dirigirnos a aquél que, habiendo sido Papa, ha decidido dejar de serlo, y tener la osadía de seguir viviendo.

Otros se tomaron un café bien cargado, y de manera responsable liberaron a los lobos de semejantes tribulaciones.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.


martes, 5 de febrero de 2013

DE ÉTICA, MORAL, Y OTRAS ZARANDAJAS POR EL ESTILO


Anochece, un día más, y lo único que a estas alturas todos comenzamos a tener claro, es la absoluta certeza de que nos hundimos. Sí, nos hundimos, es ya una certeza matemática.

Hace algunos días, me atreví a describir nuestra situación aproximándome a la misma mediante el símil del desastre de la ciudad de Pompeya. Hoy, muy a mi pesar, he de cambiar tal comparación una vez he comprobado que el desastre del Titánic resulta definitivamente más certero, a la par que moralmente, es más justo.

La diferencia es, a todas luces, evidente.

En el drama de Pompeya, la condición de desastre natural inevitable en tanto que absolutamente imponderable, es el que a todas luces aleja de las almas el miedo a la responsabilidad. Así,  todo el mundo queda por definición libre de responsabilidades de índole moral al ser del todo imposible la adopción de cualquier medida que prevenga de los resultados, o aminore los efectos de éstos.
Sin embargo, el desastre del Titánic está ligado en todos sus procederes al planteamiento, desarrollo y ejecución final, de la mano del Hombre. Y es a éste a quien en toda su condición le corresponde obrar en consecuencia.

De parecida manera, el Caso Bárcenas, la supuesta Gestión Paralela de la Contabilidad del Partido Popular, y sobre todo la manera de tratar el asunto, y por supuesto la forma de tratar a los ciudadanos que está demostrando el Gobierno, nos lleva a todos a tener que considerar seriamente nuestro grado de responsabilidad en tanto que no hemos logrado ni solucionar el problema, ni exigir la solución a cuantos pueden participar activamente en la consecución de la misma.

Cada día que pasa sin respuesta, es un día más que debería dolernos a todos los ciudadanos en tanto que cada instante que consentimos permanecer bajo este estado, es en realidad un instante más en el que humillamos a todos los que lucharon para proporcionarnos lo que, hoy por hoy disfrutamos.
La Democracia es, una entidad dinámica. Es una realidad dinámica que cambia conforme se la somete al quehacer diario. Por ello, como todas las realidades sometidas a tales condicionantes, sus avances o retrocesos no sólo no están asegurados, sino que dependen directamente del grado de coherencia con el que la alimentemos. Y no olvidemos que como hecho humano en tanto que entidad social, se alimenta de nuestros actos.

Así, el silencio, la opacidad y la laxitud con la que unos y otros estamos actuando, o consintiendo que otros actúen, de cara a la cada vez más inexorable necesidad que hay de que se tomen medidas contra la cadena de sucesos de la que ya todos somos absolutamente conocedores dentro de la cadena de atrocidades cometidas por la Derecha de Última Generación que nos gobierna; nos lleva definitivamente a plantearnos el grado de verdadera responsabilidad que se podría extraer no tanto de nuestras acciones, como sí probablemente de la ausencia de tales.

Muchos son los años que unos y otros llevamos viviendo con tranquilidad a la sombra de árboles plantados por otros. Tal y como se veía venir, la incapacidad para promediar el conocimiento del grado de sufrimiento que se hizo necesario para proporcionarnos lo que tenemos, se convirtió en la gran trampa que nos ha traído hasta aquí,  dado que no valoramos suficientemente la valía de lo conseguido.

Pero todo eso se acabó. Ha llegado la hora. Esto ya no resiste más. Ha llegado la hora de los valientes, la de todos aquellos que se  muestren dispuestos no tanto a defender las estructuras de una decadencia que se pone de manifiesto alimentando incluso a los que llevan en su genética la necesidad de destruirla; sino que por el contrario estén dispuestos a ser netamente coherentes con su responsabilidad, y la asuman lanzándose a la construcción de un sistema nuevo. Tan nuevo que incluso haga necesaria la reinvención de los métodos destinados a sabotearla. Unos métodos tan novedosos que lleven incluso a la Derecha a reinventarse.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.


domingo, 3 de febrero de 2013

DEL PELIGRO DE LAS PASIONES DESMEDIDAS.


O de lo que en Política se denomina “echar espumarajos por la boca”. Sin ser excesivamente gráficos, ni por supuesto desagradables, puede resultar aparentemente sencillo llegar a comprender el sentido de la metáfora cuando tratamos de vislumbrar la elevada dificultad que se presupone de tratar de hacer algo, cuando la vista se encuentra nublada. Y, después, incrementemos proporcionalmente el efecto si consideramos que la labor a desarrollar sea especialmente sencilla, o incurra, por ejemplo, en tremenda responsabilidad.

Entonces, bastará con que escuchemos las farfullas de la arenga protagonizada hoy por el Sr. GONZÁLEZ PONS, y tendremos una idea bastante aproximada de lo que trato de exponer.

Como españoles, llevamos unos días sumidos en el desbarajuste, cuando no en la animadversión. Al igual que niños malcriados a los que acaban de despertar demasiado pronto de una siesta que tal vez se ha prolongado durante demasiado tiempo, gritamos y nos demudamos de manera patente, cuando no ostentosa. Nos han arrebatado la ilusión. Pero no esa ilusión positiva y a la sazón constructiva que preside la acción de todo niño, la cual él mismo en su buen hacer transforma siempre en elementos útiles en tanto que constructivos. Por el contrario hablo de esa otra, la vana ilusión, la que hunde sus raíces en el resquemor que practicamos los adultos, y que rara vez va asociada a nada que no sea la confabulación, si no abiertamente al engaño.
Es esa ilusión, la que nos ha servido durante años, para construir esta ficción, que en muchos casos preside como único ingrediente, del elemento final que nos han dado a considerar como España.

Si somos osados, y durante unos segundos nos detenemos a observarnos a nosotros mismos, comprobaremos cómo, una vez superada la aparente incongruencia, cuando no abiertamente el desasosiego que a priori pueden causar mis palabras, estaremos en condiciones de someter al cristal del análisis fenómenos aparentemente sólidos, o al menos incuestionables, que durante mucho tiempo se han convertido en verdaderas instituciones no tanto para este país, como sí para sus habitantes.
Así, cuestiones como la aparente estabilidad de la Monarquía, o incluso la aparentemente imprescindible cuestión del estatismo constitucional, quedan destapadas cuando se ven analizadas desde esta perspectiva. La causa, su aparente no cuestionamiento, su vigor, se debía más bien a la absoluta falta de consideración al respecto.
Si por el contrario nos dedicamos de repente a cuestionarlas, comprobaremos que no sólo no son tan inalterables como en un primer momento podríamos haber creído. Y en apenas 72 horas estaremos proponiendo reformas.

Evidentemente, no ha pasado jamás por mi cabeza la promoción del estatismo en cualquiera de sus versiones, y mucho menos amparado en el coeficiente reaccionario del que participan todas las ideologías, unas más que otras.

Lo que digo, y resalto a modo de conclusión, es que el camino de destrucción masiva que en su huída hacia delante parece haber comenzado el Partido Popular, bien podría dejar sin punto de retorno, incluso a aquellos que, hipotéticamente, aunque por el bien de todos, puedan salvarse de la presente.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.