martes, 14 de mayo de 2013

DE LAS RELACIONES DE PODER, DEL CABALLO EN LA HISTORIA DE CASTILLA.


Puestos a reflexionar sobre la relación que el hombre ha mantenido con el caballo, a lo largo de toda la historia, pronto nos encontramos con que la misma, ha constituido sin el menor género de dudas, una de las más fructíferas de cuantas la humanidad ha emprendido.
Desde tiempos muy remotos, acechados por los hombres tanto en las estepas de África, como en las paredes de las cavernas de las primeras manifestaciones de Arte Rupestre; el caballo fue primero cazado como una más de las fuentes de alimento, para pasar luego a compartir con el Homo Hábilis, uno de los momentos más importantes de la Historia de la Humanidad, el que subyace al paso primero de la superación de la condición de nómada, dentro de la que el caballo, cómo no, jugó un papel trascendental, hasta llegar luego a la de sociedad “sumida” en el sedentarismo, momento en el que también para el paso a la condición de agrícola-ganadera, el caballo resultó imprescindible.

Superados esos  momentos, el paso de ambas especies por el mundo, y por la historia, ha corrido por sendas parejas, que a la par se han interceptado en múltiples ocasiones.

Centrados ya en términos de espacio y tiempos notoriamente europeos, y para más seña españoles, hemos de decir que la llegada a España del invasor Árabe a principios del Siglo VIII, supuso, como en tantas otras cosas, toda una revolución tanto conceptual como práctica.
Al caballo bretón que se montaba en Asturias, fuerte, pesado, enorme a la par que lento, los musulmanes opusieron un caballo ágil, de líneas sutiles, dispuesto no para el cuerpo a cuerpo, sino para la escaramuza.
No sería aventurado decir que por ahí hemos de buscar una de las causas del rápido progreso de los musulmanes, precisamente hasta la misma Cornisa Cantábrica.

Situaremos al principio del siglo XI, el momento en el que la leyenda ubica la existencia del que se ha dado en llamar Diego de Malagón. Oriundo de la tierra de la que procede su nombre, en la actual Ciudad Real; éste Diego constituye una de esas clases de personas surgidas por la lógica socio-afectiva, que tiende a enfrentarse con las imposiciones políticas, sobre todo cuando éstas carecen del sentido común imprescindible, o incluso están dictadas por la soberbia religiosa.
Joven culto formado en las dos religiones, Diego pronto manifestará una aptitud especial en su trato para con los animales, capacidad que se pondrá de manifiesto en especial para con los caballos.
Esto le valdrá para ser uno de los extraños casos de cristiano aceptado en la Escuela de Albéitares de Córdoba, o lo que es lo mismo, a beber directamente de la fuente de la que beberán todos los que quieran llegar a ser algo en la tradición que en Castilla será muchos siglos después, el proceder de los veterinarios, que no serán Real Cuerpo hasta el reinado de Felipe III.
Pero más allá de todo lo dicho, Diego de Malagón pasará a la historia como el inductor y principal ejecutor de la Gran debacle, nombre con el que los musulmanes de Al Ándalus conocen el episodio del robo de yeguas de principios del milenio pasado.
Constituía la cabaña equina del Sultán, su gran orgullo. Pero de lo que más orgulloso estaba sin duda era de sus más de mil yeguas de pura raza para las que tenía dispuestas varias miles de hectáreas en lo que hoy son los terrenos de Doñana.
Territorio inexpugnable para propios o extraños, la vigilancia corría a cargo de más de trescientos almorávides, lo más selecto y salvaje de la guardia pretoriana, que no dudaban en usar el permiso de dar muerte sin paliativos a cualquiera que osara importunar de cualquier manera a las bestias.

La tradición fija en ciento trece las hembras que finalmente fueron esquilmadas, y que ahora sí sin el menor género de dudas dieron lugar de una u otra manera a los ingentes caballos españoles que formaban en la caballería que con Alfonso VIII golpearon a las tropas invasoras en Las Navas de Tolosa, en julio de 1212.

Caballos casi perfectos, propios de los dioses, el caballo español de porte seguro, cuello fuerte y maniobrabilidad sensacional, lleva en su sangre la de las yeguas de las marismas del Guadalquivir, mezclada con la de la fuerza  y la templanza del caballo europeo.

La mezcla, le llevará a correr por las praderas de un Nuevo Continente, en el que llevado por los conquistadores, no se le conocía, si bien pronto se adueñó de aquellas praderas, adoptando la forma de mesteño, bajo la que los propios indios americanos desarrollarían sus propios cruces.

Mientras, en el Antiguo Continente, Carlos I, pero sobre todo Felipe II, han comprendido la importancia tanto militar como diplomática del pura raza española. Es así que, bien en forma de beligerante máquina de luchar que lleva a los soldados de los tercios por Europa, como en forma de regalo diplomático destinado a agradar a propios y extraños en las cortes europeas; el caballo español se adueña de Europa, a la que conquistamos en realidad a través de sus cuadras.

De ahí precisamente que Felipe II institucionalizara la cría protegida de caballos de raza española, ubicando las sedes en Córdoba, Sevilla y Granada, poniendo al frente nada menos que  a Don Diego López de Haro, uno de los Grandes de España con más solera familiar de cuantas pudieran ser en el momento reconocidas.
Su comercio está taxativamente prohibido, como seguirá estándolo con Felipe III, con el que además se prohibirá expresamente todo trato o acción con estos caballos al norte del Río Tajo.

Es precisamente nuestra ubicación dentro de semejante demarcación, la que nos permite aseverar que sin el menor género de dudas, muchos de nuestros actuales ejemplares, poseen sangre de aquéllos remotos ejemplares.

Luis Jonás VEGAS.

No hay comentarios:

Publicar un comentario