sábado, 26 de febrero de 2011



Nuestro Mudo se desmorona. Esto no es una apreciación, no está sometido a considerandos o a discriminantes de gusto o percepción. Es una certeza casi matemática, fruto de la observación diaria de aquello que me rodea, de lo más cercano, de lo más real.

Durante años, tal vez desde el último cuarto del pasado siglo, hemos vivido una vida que no era nuestra. Las certezas en las que apoyábamos nuestra especulación no era nuestra, como tampoco lo eran en consecuencia los problemas que surgían en el desempeño de esa, nuestra vida; o las formas, en consecuencia externa y artificiales, que nos inducían para arreglarlos.

Perdíamos el control de nuestra vida con aparente facilidad, motivado este hecho en parte porque muy en el fondo sabíamos que, efectivamente, esa vida no era la nuestra.

Y si accedíamos a esa percepción, según la cual la vida que vivimos no es la nuestra, no es sino porque, en los escasos instantes en los que al cabo del día podemos retrotraer nuestra mente en busca de nuestros orígenes, de nuestros recuerdos, vemos con desolación que aquello que se nos aparece no es, ni por asomo, comparable con la realidad que ahora nos presiona, nos desvive y nos ahoga.

Vivimos una vida alienada, una vida que en definitiva no es nuestra.

Si esta fuese nuestra vida, no tendríamos el menor problema en encontrar sus orígenes, de la misma manera en que nos resultaría para nada complicado predecir, con un mínimo de certidumbre hacia dónde vamos. La realidad por el contrario nos demuestra que no sólo no somos capaces de reconocernos en nuestra historia, sino que, y esto es bastante peor, no sólo no somos capaces de disfrutar de nuestro progreso, sino que por el contrario empezamos a huir asustados del mismo.

Si esta fuera de verdad nuestra vida, encontraríamos consuelo cabal en nuestra familia, entendida esta como poseedor válido de nuestro origen y condición, y por ende último bastión coherente de nuestra identidad. Por el contrario, hoy nuestra familia se convierte en un lastre, en un problema en tanto que su condición de nexo con el pasado se nos revela como tedioso, malo por naturaleza.

Y es cuando, sometido a tales tensiones, el hombre social del Renacimiento, el hombre promotor de la Ilustración, se abandona con gusto nihilista al disfrute de pasiones banas proporcionadas por la mala interpretación de elementos estructurales perversos y decadentes, fruto no del más que sufrido evolucionar que resultó del siglo XX, sino de la decadente carrera en la que parecemos habernos embarcado en este todavía incipiente siglo XXI, en el que en apenas doce años, nos hemos empeñado en revivir en potencia elevada muchos de los más peligrosos errores que ya cometimos en el pasado siglo.

Mientras, las verdaderas estructuras, los conceptos verdaderamente necesarios: a saber la Justicia, la Honestidad, el Reparto Coherente de los Bienes; vuelven a ser arrojados al fondo del baúl donde, superados de nuevo por el fulgor de la incipiente capa de barniz que otros valores han tenido, esperan su oportunidad para volver a recordarle a la Humanidad cual es el camino.

Esperamos que el Tiempo a transcurrir no sea insalvable, y que llegado de nuevo el momento la humanidad no tenga que arrepentirse de la que puede haber sido su última oportunidad.