jueves, 19 de noviembre de 2015

SOLTAD A LOS PERROS.

Pero luego que nadie se llame a engaño, ni diga que esto no era lo que entonces se imaginaba; y por supuesto que no se le ocurra decir que algunas de las cosas que estarán entonces por venir responden a daños colaterales.

Es así que en mi paseo virtual, en el que me atrevo a adentrarme a diario en la escenografía europea, por medio del cual tomo poco más o menos la temperatura a mis semejantes; que llevo meses observando hasta qué punto patrones otrora olvidados, emergen. Y lo hacen por supuesto con renovados bríos.

Verdaderamente asustado, de hecho por ello me atrevo a contarlo, por lo irracional del camino que atisbo se está tomando; aún a riesgo de ser acusado de historicista, cuando no abiertamente de revisionista, que detecto en la lectura de la humedad y la temperatura del aire que me rodea visos ciertamente comparables con los que de una u otra manera recorrieron Europa hace ahora justo setenta y cinco años. Y que a nadie se le olvide, aquellos vientos redujeron el continente a la consideración de erial.

Hechas todas las salvedades, incluso las que formen parte de los condicionantes que de una u otra manera estén por llegar, lo cierto es que redundo de nuevo en la confesión de mi miedo. Miedo que puedo asegurarles no me convierte, al menos necesariamente, en un cobarde.
Porque de parecida manera a que no es cobarde quien no se pone en la línea de acción de una bomba que se sabe a punto de estallar, en cuyo caso diremos que su conducta es lógica; de parecida manera a cuando consideramos como cívica la acción por la que detenemos nuestro vehículo ante un paso de cebra cuando por el mismo transitan ancianitos; de parecida manera yo me atrevo a decir que no resulta para nada conveniente pensar una vez más (de nuevo) que en Europa podemos reconducir tensiones por medio de bombas, bombas que tengan ustedes del todo por seguro que no respetarán pasos de cebra, ni ancianitos, ni nada de  nada.

Porque una vez los perros de la guerra campen de nuevo a sus anchas por Europa, de solo unas cuantas cosas tendremos absoluta certeza y de entre ellas, la que a mí más nervioso me pone, la de poder afirmar que nada, absolutamente nada, volverá a ser igual.

Si de verdad consentimos que Europa arda, la conflagración que de la misma resulte adoptará sin duda unas magnitudes solo calificables dentro de los catálogos de la épica. Europa arderá una vez más, con la salvedad de que en este caso lo hará hasta alcanzar lo más profundo de sus cimientos.

Pero antes de que la sinrazón se apropie de nuestro futuro, echemos aunque solo sea un somero vistazo a nuestro pasado. Así, sin detenernos en detalle, solo una  cuestión me preocupa antes de poder considerar ni tan siquiera remotamente la posibilidad de que como dicen algunos ir a la guerra es la única manera de mantener la paz. Se  trata de una cuestión que una vez pensada pierde su atractivo es más, por su simpleza roza la vulgaridad. Viene a decir algo así: Si Europa ha sido más o menos capaz de superar 75 años de historia sin ceder a la tentación de la guerra; si ha sido capaz de sobrellevar tentaciones que en forma de brutales provocaciones han hecho tambalearse hasta lo más profundo de lo que considerábamos el edificio de nuestra existencia, y a nadie se le ha pasado por la cabeza llamar a los perros. ¿Por qué este aquí y este ahora parecen a la sazón tan proclives a ello?

Siguiendo una pauta que en repetidas ocasiones ha dado sus frutos, propongo resarcir la máxima en base a la cual casi nunca un solo hecho o circunstancia merece ser considerado como el único agente causante o inductor de un determinado hecho o desmán. Siguiendo tal línea de razonamiento, nos encontramos en condiciones de certificar que a mayor rango de afección del hecho analizado, mayores habrán de ser, en grado o en número, las magnitudes de los agentes que entran en juego.
De esta manera, analizando dentro del contexto propio del momento las magnitudes del riesgo considerado, hemos de aceptar que las mismas han de proceder de un hecho tan prominente, que sus magnitudes solo pueden interpelarse desde un rango global.
¿Y qué elemento conocemos en la actualidad que se halla presente en todas y cada una de nuestras observaciones? ¿Qué elemento condiciona de una u otra manera todas nuestras decisiones de una manera hasta hora desconocida?...

Si nos paramos un instante a sopesarlo, en el fondo deja de ser descabellado, y se convierte en casi normal. Siguiendo el denominado esquema de las cosas al que somos propensos, siempre hemos posicionado los procederes económicos como responsables a nivel de detonantes, responsables del inicio de los acontecimientos que luego tendrán su transcripción en lo político, para finalmente albergar su reproducción de modelo dentro de los esquemas políticos que para lograr su implementación se precisen. De hecho en este caso, y para cerrar el círculo, la religión, el último invitado, no solo ha hecho acto de aparición, sino que lo ha hecho reclamando un papel predominante.

Con ello, acabamos diciendo que nos encontramos ante uno de los esquemas más viejos de cuantos se conocen. La guerra al servicio de los intereses, obviamente económicos, de una minoría, elitista, que de nuevo se cree con patente para ponerlo todo, nada más y nada menos, que al servicio del mantenimiento de su posición de dominio.
Una clase elitista que con el cambio de milenio entendió como algo inaceptable aquello que las matemáticas demuestran; que el reparto de bienes finitos entre una población que crece exponencialmente, conlleva necesariamente la reducción del cociente que representa el a cuánto tocamos.

Y a partir de ahí, se trata tan solo de rellenar los huecos.

Provocaron primero una crisis económica cuyas dimensiones, por escatológicas más que míticas, ya debieron de haber levantado sospechas. Pero el vulgo, bien educado y agradecido, decidió ejercer de tal, y aguantó.
Pero como suele ser habitual, ni la nobleza se cansa de pedir, ni el común de sufrir. De ahí que unos y otros lleven diez años embarcados en este extraño baile, del cual solo un monstruo podía salir.

Y el monstruo ha despertado. Una vez superados todos los límites, solo el último queda por ser superado así que, ahora, soltad a los perros. Pero a diferencia de lo que hasta ahora ha ocurrido. No digáis que no sabíais lo que hacíais.


Luis Jonás VEGAS VELASCO,

martes, 17 de noviembre de 2015

DE LA CATARSIS COMO PASO PREVIO PARA EL ABANDONO DE LA PERVERSIÓN. PORQUE ÉSTA NO ES PATRIMONIO DE LOS ACTOS.

Definiendo la precisión en este caso como el momento justo a partir del cual podemos volver a llamar a las cosas por su nombre sin que por ello hayamos de pasar por desalmados, y no por ello menos convencido de que aún así no tardaremos en encontrar no tanto voces como sí más bien voceros dispuestos a hacerlo, es decir a jalear no tanto nuestros nombre sino más bien la pena de la que según ellos somos merecedores no tanto por pensar distinto, sencillamente por demostrar que ellos prefieren no hacerlo (practicar el seguidismo no solo es cómodo, en ocasiones como la que vivimos se muestra además verdaderamente rentable) lo cierto es que considero ha transcurrido no ya el tiempo suficiente para llorar a los muertos, sino más bien el que yo estoy dispuesto a concederles a todos los integrantes de esa caterva que, convencidos de que el ruido y la muchedumbre ofrecen un interesante refugio, han abandonado poco a poco en los últimos días esos refugios constituidos por la mediocridad y lo que es peor, han pensado que la sinrazón en la que parece haberse instalado el mundo va a convertir en menos desdeñosa la sinrazón que en sí misma representa su existencia.

Desde la pesadumbre ética que me produce el constatar la predisposición que el  que se llama Hombre de mi época tiene para causar deterioro moral en los que componen junto a él su aquí y su ahora, considero sinceramente como mi deber ser coherente con la expresión de ese torrente de sensaciones que, sin restar como digo un ápice de intensidad al grado de aflicción que desde el pasado viernes me asola, sí me lleva no tanto a decir, como sí más bien a denunciar, el alto grado de incongruencia desde el que, siempre según mi particular interpretación, se está llevando a cabo no tanto la investigación, como sí más bien la adjudicación de culpas, toda vez que el grado de afección de éstas supera con mucho a la condición atribuible a los particulares en tanto que poseedores de una identidad.

Porque a nadie se le escapa que a estas alturas nadie, absolutamente nadie, ni siquiera haciendo memoria, puede no ya poner cara, ni siquiera recordar uno solo de los nombres que no lo olvidemos, según nos han dicho, son de una manera u otra responsables de los actos que nos han conducido a la aberración que contra lo humano se ha producido el pasado viernes. A pesar de ello, o tal vez gracias a ello, todos tenemos una idea aproximada vinculada tanto a quiénes son los responsables, como por supuesto gozamos de una opinión formada en relación a qué es lo que “realmente” perseguían.

Y la verdad es que, de tal afirmación espero no se desprenda una crítica. Si cuando se apaguen las voces de las calles, se despida a los voceros de los platos, y la policía deje de echar puertas abajo en los registros que se están llevando a cabo sin orden judicial; seguimos siendo capaces no ya de pensar, siquiera de tener opinión propia; estaremos en condiciones, muy probablemente, de toparnos con esa sensación que ya Descartes describiera, que pasa por constatar que la verdad, a menudo, se presenta ante nosotros de forma clara y distinta.
Constituirá tamaño momento un instante de gran felicidad ya que, en tanto que clara, la verdad desbordará nuestra capacidad de sorpresa, de manera que solo una cuestión nos quedará por resolver ¿cómo es posible que hayamos tardado tiempo en verla? En tanto que distinta, no existirá un solo elemento que por proximidad conceptual, pueda confundirnos en relación a interpretar qué es aquello que es verdad.

De esta manera, cuando la valentía que se vincula al saber nos envuelva, solo una cuestión nos acuciará, la que pasa por tener que valorar el precio del tiempo que hemos pasado inmersos en mayor o menor medida en las fétidas aguas que envuelven no tanto a la Isla de Ignorancia, como sí más bien a las que poco profundas, siguen promoviendo putrefacción en la Bahía de Manipulación.

Será más o menos entonces cuando comprendamos que la fuerza de la verdad no pasa tanto por comprender que se alía  con los que tienen fuerza para mirar, es que directamente corre a esconderse de los que prefieren no hacerlo. Que no es que adore a los valientes que tienen fuerza para hablar, es que reniega iracunda de los que callan gustosos.

Así y solo así, podremos no tanto comprender, a lo sumo llegar a intuir, que la catarsis a la que están indefectiblemente condenados los que de verdad se creen con fuerza para encontrar algo bueno de todo esto, está más bien dirigida a entender el presente y el pasado, no tanto a promulgar un futuro diferente.
Porque en el pasado hunden sus raíces las injusticias que en forma de abominaciones sociopolíticas llevan decenios por no decir siglos, definiendo la historia de países y continentes como la propia África, o por supuesto Oriente Medio. Lugares que no ya tanto países, obligados casi desde siempre a considerarse en defensa propia como entes de segunda categoría, cuyos conquistadores, ya procedan éstos del devenir activo o del pasivo, han cometido siempre la misma tropelía, la que pasa por ignorar que en todos los lugares, en unos más visibles que en otros, siempre hay seres humanos.

Por eso, cuando las fuerzas de la tierra vuelvan a su lugar, y arrastren consigo a cada cosa hasta obligarla a alcanzar el que se denomina su sitio, esto es, aquél en el que más cómodos se encuentran, detengámonos siquiera un segundo en pos de preguntarnos quién, y lo que tal vez resulte más esclarecedor, por qué, se ha decidido concretamente eso, el lugar que efectivamente decimos que han de ocupar.

Entonces y solo entonces, y no tanto por la ficción de comprender, como sí más bien por la paradoja que procede de la satisfacción que en este caso provoque el no poder hacerlo, lleguemos a intuir el porqué no tanto de la sinrazón de lo que como hecho es incomprensible, como sí más bien los caminos de lo que como causa, lleva siglos pergeñándose.


Luis Jonás VEGAS VELASCO,