martes, 25 de marzo de 2014

DE CERVANTES, COMO PRECURSOR.

Una vez que el personaje, aquél cuya personalidad fue tan intensa que llegó a deslumbrar incluso a su autor, se ha marchado; puede ser un buen  momento para rendir no ya merecido homenaje, cuando sí tal vez mejor cumplido trámite, en pos de lograr no ya un resarcimiento, cuando sí sencillamente una digna redistribución de las certezas.

Porque una vez que D. Quijote se ha marchado, no son ya solo Sancho y Doña Aldonza los que se quedan. Se queda Rocinante, se queda el borrico. Se queda incluso el dueño de los odres de vino acuchillados. Todos, absolutamente todos, tienen, como suele ser habitual, una parte de verdad, su verdad. Y de nuevo, tal y como insisto, solo ocurre en España, de nuevo la ausencia absoluta de capacidad para buscar la perspectiva, nos condenará, otra vez, a la indolencia de la apatía indolente con la que nuestro país honra a sus muertos.

Porque igual tratamos a los muertos que a los ídolos. Porque somos un país con Historia. Pero con una Épica rancia, atípica y reaccionaria, que nos lleva, de manera ancestral y paradójica, a matar a nuestros héroes. Y lo mejor de todo es que somos capaces de justificar tales muertes alegando defensa propia.
Por eso, auspiciando retazos de la España Profunda, tendemos a sustituir por ídolos los espacios vitales que antaño fueron ocupados por aquéllos, los héroes que, bien por homicidio, bien por autólisis, decidieron dejar de ser.

Porque fijaros bien de la poca duda que puede quedar al respecto de la grandeza sobre la que se cimenta la Historia de nuestro país, que precisamente el ejercicio de semejante acción, la de dejar de ser, cuando es efectuada de manera activa, no tiende sino a engrandecer al que la lleva a cabo. Tal vez por eso, por tratarse de una acción reservada verdaderamente a los más grandes, sea por lo que aquéllos que han mostrado la audacia de ponerla en práctica se han ganado, por sí solos, un espacio junto a los más grandes.
Historia, épica, héroes (o ausencia de éstos, para el caso da lo mismo), son conceptos que vienen por sí solos a denotar la amplitud de lo que estamos tratando de entender. Conceptos que en cualquier caso se muestran del todo eficaces a la hora de poner en evidencia los atributos de un país que convive día a día, y de manera aparentemente normal, con criterios y conductas francamente contradictorios, y que quedan especialmente puestos de relevancia cuando, por ejemplo, conviven en el mismo lugar, y en el mismo instante, elementos que por un lado subrayan la capacidad de entendimiento y negociación, a la vez que minutos después no les tiemble el pulso ni por un instante de cara a ordenar cargas policiales destinadas a mostrarse de forma contundente, para con aquéllos que por otra parte conforman la población a la que, al menos en principio, juraron defender.

Por eso, una vez asumida la importancia del personaje, y reconocida de todas todas la incapacidad para reconocer el contexto, es por lo que probamos suerte con el cúmulo que conforma la existencia del autor.

O mejor dicho, tal vez desde el mejor conocimiento del autor, podamos albergar la esperanza de acabar por conciliar nuestra predisposición con la albergada por nuestros hados, y lograr así, bien por equilibrio, o quizá por intuición, terminar por elucubrar de manera elaborada una suerte de paradoja que nos acerque en alguna medida a la verdad.

Pero como entonces, hoy es ya del todo imposible. La larga sombra de la leyenda, ha borrado ya todo atisbo de esperanza de cara a tropezar con un mero vestigio de la verdad. Como entonces, ya ni siquiera podemos afirmar sin riesgo a equivocarnos, si era la mano derecha, o por el contrario lo era la izquierda, la que contaba con la lesión prueba de un antecedente heroico.
Y es precisamente a a partir de tal conjetura, justo desde donde en cualquier otro país hubiesen comenzado los problemas, desde donde curiosamente para el caso español, no vienen sino a comenzar las soluciones. Porque tal y como anunciábamos, es a partir de ese preciso instante cuando el mito toma el relevo. Es así pues que, a partir de tal situación, ya no importará si verdad o mentira. Llegados a tal extremo, solo los que conozcan la verdad serán el último estorbo, pasando a convertirse en enemigos de la nueva verdad, cuando no en peligrosos antisistema empecinados en demoler los pilares sobre los que se sustenta todo lo que aparentemente conocíamos.

Será entonces cuando Rocinante, Doña Aldonza, el burro... Inicien despacio, apáticos y descarnados, el que bien podrá ser el último viaje. Un viaje a ninguna parte, destinado tan solo a averiguar si como se imaginan son en realidad personajes de una novela (aunque se trate de la mejor novela jamás escrita), o si por el contrario, y para su desgracia, son en realidad protagonistas de una suerte de realidad paralela, en la que por motivos que desconocemos no son efectivos ni los argumentos de la verdad, ni mucho menos las Reglas de Caballería.

Y llegados a tales extremos, ni siquiera la sombra lánguida, con atisbos de pétreo que emana de los molinos de viento, constituirá elemento al que aferrarse, cuando la verdadera sombra, la que acompaña a la certeza de que todas hieren, menos la última que mata, logre abrirse paso finalmente, poniendo con ello fin a mitos, recuerdos, certezas, e incluso a las calumnias.

Pero no olvidemos, que estamos en España. Será entonces cuando el sentido de la obligación, albergado por algunos, lleve al autor a reclamar a  Sancho los impuestos a devengar por el sueño que una vez tuvo, de ser Señor en una ínsula.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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