jueves, 24 de marzo de 2016

ESTAMOS NUEVAMENTE A OSCURAS.

Vivimos en un mundo en silencio, a pesar de que ahora más que nunca, sobran motivos para gritar. Vivimos en un mundo a oscuras, precisamente ahora que pensamos nos envuelve la luz. Vivimos en un mundo que no vive, precisamente ahora que creemos firmemente estar rodeados de vida por todas partes.

Entonces, una única pregunta parece no ya emerger, como sí más bien atrapar a todas cuantas podamos llegar a hacernos: ¿En qué medida estamos realmente vivos?

En un aquí y en un ahora imperturbables; en tanto que nunca como ahora el Hombre se ha creído dueño de sí mismo, lo único que paradójicamente parece envolvernos a todos es la única certeza que no subyace sino en la sempiterna duda, la que se esconde tras la problemática que supone llegar a averiguar en vida si realmente se ha vivido, si se ha vivido correctamente.
Mas  esa respuesta, tal y como suele ocurrir con la mayoría de las cosas realmente importantes, nos está vedada. O tal vez por ser más precisos, habría que señalar la imposibilidad de llegar a ella por medios propios es decir, por uno mismo. Más bien al contrario, el valiente que desarrolle la osadía de plantearse abiertamente la cuestión, habrá de seguir profundizando en la oscuridad propia de los caminos insondables, para terminar por concluir que los actos no son, en tanto que no producen; y la capacidad para valorar la adecuación de lo producido es algo siempre exógeno al agente instigador. Por ello, la capacidad para valorar convenientemente los actos es algo que se encuentra siempre en los demás.

Construimos pues un código de actos, y de la comparación que establecemos entre éstos, y el más parecido a nuestra acción, extraemos una suerte de paralelismo dentro del cual iniciamos la burda ilusión de pensar que efectivamente podemos llegar a considerar por nosotros mismos la valía de un acto que efectivamente ha sido llevado a cabo por nosotros mismos.

En la constatación de ésta, y de otras parecidas aberraciones, se basa el principio por el que podemos definitivamente aceptar la prescripción definitiva de los parámetros en los que hasta relativamente poco se asentaba la certeza en base a la cual vivíamos en lo que podría haberse denominado el Gran Momento de la Historia.

Sin embargo, ha sido dejar que el Hombre tomara conciencia de tal hecho, y comprobar sin el menor género de dudas el inicio de una alocada carrera cuyo destino parece ser, ahora más que nunca, lograr de manera rápida, y con la mayor eficacia posible, la total y absoluta destrucción del Ser Humano.

Lograr la absoluta erradicación del Ser Humano. ¿Acaso alguien duda de que solo el propio Ser Humano es hoy por hoy el dotado para lograrlo?

Desde los ancestrales tiempos en los que iniciamos el camino pasando De el Mito al Logos; hasta el día en el que Copérnico renunció a la publicación de su Obra porque hubo de reconocer que No es el orden sino la presunción de la ausencia del Caos, y tal hecho es por naturaleza ajeno al Hombre; múltiples han sido los procesos a los que el Hombre se ha sometido, ya fuera de manera consciente o inconsciente. Pero todos ellos tenían un denominador común, el que pasaba por aceptar la predisposición para aceptar el error, inmersa la tal predisposición en la certeza inconsciente de que siempre habría un mañana, identificando como tal el tiempo y el espacio destinado a erigirse en el nuevo escenario a partir del cual sería posible llevar a cabo la reconstrucción de un nuevo devenir.

Sin embargo, si algo define con precisión la postura desde la que se puede identificar cómodamente a cualquier individuo del Siglo XX, postura que se ha agudizado en este principio del Siglo XXI, es la que pasa por constatar hasta qué punto el Hombre se ha creído cada vez más cerca de la Verdad. Y esta ¿certeza? ha redundado en una pérdida de humildad cuya máxima revisión pasa por la no aceptación del error como una opción. De ahí que no haya espacio para las segundas oportunidades.

Conciliamos con ello poco a poco la respuesta a la mayor de las preguntas que hoy podemos hacernos: ¿Por qué al Hombre Actual le cuesta tanto vivir con sus semejantes? Tal vez porque realmente cada vez estamos más lejos de considerar al otro como nuestro verdadero semejante.

¡Pero tal consideración es absurda! Dirán ahora muchos. Y una visión del mundo actual no parecerá sino darles la razón. Sin embargo bastará retornar de nuevo con esa misma visión, bastará con darle un poco más de perspectiva, para comprobar hasta qué punto nunca como ahora hemos sido tan conscientes, y lo que es peor, nos hemos esforzado tanto, en poner de manifiesto esas que hemos llamado pequeñas diferencias, que en realidad nos resultan imprescindibles no tanto para diferenciarnos de los demás, como sí más bien para podernos recordar a nosotros mismos cada día quiénes somos realmente.

Instalamos pues en el reconocimiento de la diferencia la identificación de nuestra esencia. Lo hicimos primero cuando comenzamos a decir quiénes somos, partiendo precisamente de las diferencias que encontramos para con el resto de animales. Asentamos así pues nuestra identidad, y cuando el espacio que este concepto ocupaba fue demasiado extenso, toda vez que dejó de encontrar satisfacción postergando su actividad respecto de los animales; fue cuando comenzó a devorar a su creador, pues pronto las diferencias que permiten erigir la esencia de la identidad dejaron de surgir de la comparación entre los animales y el Hombre, para pasar a estar entre los Hombres “en tanto que tal”.

A partir de ahí, el camino ya no es que sea sencillo de identificar, es que se transita por sí mismo. Aceptada la alusión a la diferencia, comienza de manera inexorable la categorización de los sujetos adscritos a la acción proclive a la misma. ¿Cómo? Acudiendo ahora de manera más soez que nunca a esa Tabla de clasificación antes mencionada. Una tabla de clasificación que denominaremos Moral, o antes incluso Religión, en un vano intento de envolver en perfume lo que de por sí no expele sino el fétido aroma en el que es fácilmente reconocible la corrupción.
Porque de eso se trata, de la pestilencia de la corrupción. Una corrupción que realmente lleva largo tiempo inmersa en nosotros, en tanto que dio sus primeros pasos al abrigo de los nuestros. Una corrupción que por ser plenamente identificable en nosotros, hace imposible la ubicación siquiera excepcional de un solo hombre del todo libre de la misma, pues la mera aceptación de la carencia de humildad, hecho implícito en la misma acción, implica ya corrupción como tal.

A partir de ahí, las conclusiones son evidentes. El aquí y el ahora que al menos en apariencia, nos ha tocado vivir; lleva aparejado una suerte de desinencia que manifiesta su disconformidad en la permanente puesta de manifiesto de procederes del todo inconexos, cuando no abiertamente incoherentes; el mayor de todos los cuales parece resumirse en una frase: ¿Por qué si precisamente parece que vivimos en el mejor de los momentos posibles, la certeza nos demuestra que el Hombre no ha sido nunca más infeliz que ahora?

Como es de suponer, no tenemos respuesta a tamaña cuestión. Lo único de lo que estamos seguros es de que una vez más, el tiempo se nos acaba. ¿Por qué? Pues porque de constatar por la experiencia que la Historia nos proporciona que el Hombre ha retomado la senda de la autodestrucción por la que en anteriores ocasiones ya ha transitado; lo que en este caso hace más llamativo ese tránsito es la certeza de que hoy como nunca antes el Hombre ha dispuesto de la capacidad de destrucción suficiente como para lograr la en principio deseada aniquilación de su propio ser, comenzando por su propia identidad.

A partir de ahí, habría que reconsiderar la cuestión: ¿En qué medida no estamos realmente muertos?


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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