Las últimas campanadas han teñido ya de adiós las últimas
luces de la tarde. Anochece.
Y no lo hace tanto porque el sol haya abandonado ya, con la cadencia
de la letanía, como por el hecho de que un día más, el silencio se ha adueñado
de todo, incluso de los rincones que sin ir más lejos esta misma mañana, se
veían azotados por las voces calamitosas de unos y otros, convencidos todos de
que a su manera, pueden no ya contribuir, sino resolver por sí solos las
carencias de un sistema que, hoy por hoy, se revela completa y absolutamente
agotado.
Es así que precisamente desde tal postura, la que convierte
al silencio en el mejor de los amigos, y a la prudencia en la mejor de las
consejeras, es precisamente desde donde queremos conciliar hoy, la que
probablemente constituya la última reflexión del día.
Es así que una vez comprobado como de nuevo el frescor del
rocío de la mañana es capaz de sofocar el que se rebelaba como el más tórrido
de los silencios; es desde donde hoy, cuando los ecos de los homenajes, y lo
burdo de las críticas, han seguido todos el mismo camino, el del silencio; es
cuando yo considero llegado el mejor momento para hablar del fenómeno republicano.
Como ni puede ni necesito sea de otra manera, es que una vez
más me haré acompañar de cerca por la Historia. Luego
que cada cual se encargue de interpretarla,
lo que no deja de ser aplicar el
tamiz fino de la autocomplacencia.
Cuando en 1902 Alfonso XIII alcanza la mayoría de edad,
comprueba que el aroma de los manjares destinados a celebrar semejante
acontecimiento, difícilmente llegan para disimular la pestilencia que como Estado, desprende España.
Dos son los parámetros desde los que hemos de analizar las
consecuencias ulteriores de semejante afirmación.
El primero, de carácter cuasi metafísico, se sintetiza a la vez que gana en sencillez si
aplicamos el prisma sobre el compendio de
traumas que destila una España triste no tanto por lo que fue perdido; como en
realidad por comprobar la grandeza que en realidad no fue disfrutada.
Así el monarca habrá de enfrentarse a la temible labor de
hacer comprender algo que en realidad ni él mismo entiende. Como es posible que
el Imperio Español que disfrutó
Felipe IV, doscientos años atrás, se ha visto en su tiempo resumido a la expresión que él habrá de gobernar.
A partir de ahí, resulta no ya sencillo, sino que lo
convierte en una misión casi de ir
rellenando los huecos, el describir la España a la que más que gestionar,
Alfonso XIII habrá de enfrentarse.
Siguiendo por parecidos derroteros, podemos decir sin mucho
miedo a equivocarnos, que la España que ve comenzar la centuria del 1900, es
una España que por primera vez no es que se haya quedado arcaica, es que
verdaderamente es obsoleta.
Debido a cuestiones muchas veces incomprensibles, y otras
por causas solo achacables al egocentrismo
ético que durante años habrá todavía de presidir este país, la Revolución Industrial
no es que efectivamente no haya llegado. Lo que es peor, la mayoría de los que
opinan, o mejor dicho la mayoría de aquellos que tienen poder para hacerlo;
consideran abiertamente que es mejor que así sea.
Tal desmesura se traduce, en entre otras cosas la consolidación desestructurada de un país
que no es solo que carezca del menor atisbo de mecanización. Es que yendo más
allá, comprobamos como la práctica totalidad de las estructuras destinadas a la
generación de productividad, se encuentran inmersas en los procedimientos
primarios, o dicho de otra manera, formando parte de realidades exclusivamente
ligadas al campo.
Pero es que, tal y como era de esperar, la escasa o nula
renovación que en lo concerniente a criterios productivos se ha llevado a cabo,
tiene su reflejo en lo concerniente a la evolución de los protocolos destinados
a verificar la evolución de los marcos que regulan las relaciones entre terrateniente y trabajador.
En las mencionadas, el grado de anquilose puesto de manifiesto a nivel teórico, alcanza su grado
sumo a la hora de comprobar la incapacidad que estos terrenos tienen de cara a
desarrollar cualquier actitud productiva considerable como mínimamente seria, o
lo que es peor, digna.
Más bien al contrario, la aptitud manifestada por los
mencionados terratenientes, hace gala
de un sentido netamente contrario a cualquiera de los métodos que la incipiente realidad económica canoniza como
adecuados. Al contrario de lo dictado por tales procederes, y siempre desde
la actitud preconcebida pero ridícula de enfrentarse no ya a la Corona, sino a
la idea misma de estado toda vez que
dificultan su desarrollo, la nueva
nobleza, se empecina en adoptar unas medidas de organización del trabajo
que, basadas en la premura desde el trabajo
mecánico de braceros que de descoyuntad a base de trabado pechero, no solo
no logran obtener resultados mínimamente lícitos, sino que lastran para muchas
generaciones la posibilidad de que el campo
español alcance un mínimo grado de desarrollo cuando no de competitividad.
Más bien al contrario, la baja capacidad productora del
campo español se traduce de manera efectiva en una imperiosa necesidad de
acudir al mercado exterior, el cual se encuentra colapsado toda vez que la
carestía del grano, fruto de la redefinición que los mercados internacionales
sufren a raíz del desencadenamiento de la I Guerra Mundial ,
dibuja un escenario complicado toda vez que la carestía de hoy, es hambre para mañana.
Y ante las demandas sociales que de manera más que evidente
se hacen previsibles por justificadas en tanto que el hambre es una realidad
sublime, es cuando toman más importancia si cabe las protestas campesinas que
antes habíamos dejado intuidas, en tanto que el comportamiento que los
terratenientes han desarrollado para con la Corona en tanto que es la que han
dedicado a España, más propio de la
nobleza levantisca del Siglo XVI, ha puesto a España en una tesitura de
consecuencias realmente incalculables.
La agitación del país se encuentra en su punto fuerte. Y es
ahí precisamente donde se pone de manifiesto no ya tanto el genoma autoritario
que le es propio a todo monarca, como la incompetencia para manejar asuntos de esta envergadura cuando se
presentan.
El Rey no está
preparado no tanto para gobernar, como para enfrentarse a las dificultades que
la gestión de un país que está ya en el primer cuarto del Siglo XX presenta.
Y en medio, inalterable, el gran soniquete de este país. La Cuestión Militar , o la orgía que ha traído a este país por la calle de la amargura cada vez que el hambre de un militar, o la
incapacidad de un político para comer, se han dado cita con la Historia.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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