Puestos a reflexionar sobre la relación que el hombre ha
mantenido con el caballo, a lo largo de toda la historia, pronto nos
encontramos con que la misma, ha constituido sin el menor género de dudas, una
de las más fructíferas de cuantas la humanidad ha emprendido.
Desde tiempos muy remotos, acechados por los hombres tanto
en las estepas de África, como en las paredes de las cavernas de las primeras
manifestaciones de Arte Rupestre; el
caballo fue primero cazado como una más de las fuentes de alimento, para pasar
luego a compartir con el Homo Hábilis, uno
de los momentos más importantes de la Historia de la Humanidad, el que subyace
al paso primero de la superación de la condición de nómada, dentro de la que el
caballo, cómo no, jugó un papel trascendental, hasta llegar luego a la de sociedad “sumida” en el sedentarismo, momento
en el que también para el paso a la condición de agrícola-ganadera, el caballo
resultó imprescindible.
Superados esos momentos,
el paso de ambas especies por el mundo, y por la historia, ha corrido por
sendas parejas, que a la par se han interceptado en múltiples ocasiones.
Centrados ya en términos de espacio y tiempos notoriamente
europeos, y para más seña españoles, hemos de decir que la llegada a España del
invasor Árabe a principios del Siglo VIII, supuso, como en tantas otras cosas,
toda una revolución tanto conceptual como práctica.
Al caballo bretón que
se montaba en Asturias, fuerte, pesado, enorme a la par que lento, los
musulmanes opusieron un caballo ágil, de líneas sutiles, dispuesto no para el
cuerpo a cuerpo, sino para la escaramuza.
No sería aventurado decir que por ahí hemos de buscar una de
las causas del rápido progreso de los musulmanes, precisamente hasta la misma Cornisa
Cantábrica.
Situaremos al principio del siglo XI, el momento en el que
la leyenda ubica la existencia del que se ha dado en llamar Diego de Malagón. Oriundo de la tierra
de la que procede su nombre, en la actual Ciudad Real ;
éste Diego constituye una de esas clases de personas surgidas por la lógica socio-afectiva, que tiende a
enfrentarse con las imposiciones políticas, sobre todo cuando éstas carecen del
sentido común imprescindible, o
incluso están dictadas por la soberbia religiosa.
Joven culto formado en las dos religiones, Diego pronto
manifestará una aptitud especial en su trato para con los animales, capacidad
que se pondrá de manifiesto en especial para con los caballos.
Esto le valdrá para ser uno de los extraños casos de cristiano
aceptado en la Escuela de Albéitares de
Córdoba, o lo que es lo mismo, a beber directamente de la fuente de la que
beberán todos los que quieran llegar a ser algo en la tradición que en Castilla
será muchos siglos después, el proceder de los veterinarios, que no serán Real Cuerpo hasta el reinado de Felipe
III.
Pero más allá de todo lo dicho, Diego de Malagón pasará a la historia como el
inductor y principal ejecutor de la Gran
debacle, nombre con el que los musulmanes de Al Ándalus conocen el episodio
del robo de yeguas de principios del milenio pasado.
Constituía la cabaña equina del Sultán, su gran orgullo.
Pero de lo que más orgulloso estaba sin duda era de sus más de mil yeguas de
pura raza para las que tenía dispuestas varias miles de hectáreas en lo que hoy
son los terrenos de Doñana.
Territorio inexpugnable para propios o extraños, la
vigilancia corría a cargo de más de trescientos almorávides, lo más selecto y
salvaje de la guardia pretoriana, que
no dudaban en usar el permiso de dar muerte sin paliativos a cualquiera que
osara importunar de cualquier manera a las bestias.
La tradición fija en ciento trece las hembras que finalmente
fueron esquilmadas, y que ahora sí sin el menor género de dudas dieron lugar de
una u otra manera a los ingentes caballos
españoles que formaban en la caballería que con Alfonso VIII golpearon a
las tropas invasoras en Las Navas de Tolosa, en julio de 1212.
Caballos casi perfectos, propios de los dioses, el caballo
español de porte seguro, cuello fuerte y maniobrabilidad sensacional, lleva en
su sangre la de las yeguas de las marismas del Guadalquivir, mezclada con la de
la fuerza y la templanza del caballo
europeo.
La mezcla, le llevará a correr por las praderas de un Nuevo
Continente, en el que llevado por los conquistadores, no se le conocía, si bien
pronto se adueñó de aquellas praderas, adoptando la forma de mesteño, bajo la que los propios indios americanos desarrollarían sus
propios cruces.
Mientras, en el Antiguo Continente, Carlos I, pero sobre
todo Felipe II, han comprendido la importancia tanto militar como diplomática
del pura raza española. Es así que,
bien en forma de beligerante máquina de luchar que lleva a los soldados de los
tercios por Europa, como en forma de regalo
diplomático destinado a agradar a propios y extraños en las cortes
europeas; el caballo español se adueña de Europa, a la que conquistamos en
realidad a través de sus cuadras.
De ahí precisamente que Felipe II institucionalizara la cría
protegida de caballos de raza española, ubicando
las sedes en Córdoba, Sevilla y Granada, poniendo al frente nada menos que a Don Diego López de Haro, uno de los Grandes de España con más solera
familiar de cuantas pudieran ser en el momento reconocidas.
Su comercio está taxativamente prohibido, como seguirá
estándolo con Felipe III, con el que además se prohibirá expresamente todo
trato o acción con estos caballos al norte del Río Tajo.
Es precisamente nuestra ubicación dentro de semejante
demarcación, la que nos permite aseverar que sin el menor género de dudas,
muchos de nuestros actuales ejemplares, poseen sangre de aquéllos remotos
ejemplares.
Luis Jonás VEGAS.
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