Se define la profundidad de aplastamiento, como el
máximo nivel al que una nave puede disponerse a descender en un fluido, antes
de que el peso de la columna de éste provoque su implosión.
Como podemos percibir sin
demasiado esfuerzo, se trata innegablemente de un término náutico, mas
evidentemente por una mera cuestión de discordancia temporal, el magnífico
Jorge Juan de SANTACILIA no pudo ni tan siquiera aproximarse a él.
Sencillamente porque entre el marino e ingeniero, y el mencionado concepto,
sólo Julio VERNE fue capaz de aproximarse, antes de la invención como tal de la
primera nave con capacidad autónoma para la inmersión.
Y será mejor que, antes de que
alguien se nos ahogue definitivamente, que proceda con las merecidas
aclaraciones las cuales nos permitan si no establecer, sí al menos intuir, las
múltiples a mi entender vinculaciones que podemos establecer entre aquellos
tiempos, y estos, tan tumultuosos y tormentosos que nos ha tocado vivir.
Nos hundimos. Eso es, a estas
alturas, una certeza matemática. A estas alturas, tan solo nuestro orgullo
humano, el mismo que por otra parte nos ha llevado a construir un edificio social que a todas luces es
incapaz de sostenerse por sí mismo; es el mismo que pueda acompañar las
prosaicas tesis de aquéllos que se nieguen a compartir tal aseveración.
En consecuencia, y una vez
superado el shock inicial ligado a la comprensión de la noticia, la única
acción responsable pasa por iniciar las acciones que tengan como resultado la
detención del hundimiento para, una vez alcanzado tal hecho, se puedan iniciar
las acciones de reflotamiento.
Siguiendo con la paradoja, si
no abiertamente con la metáfora; la primera acción, de obligado cumplimiento,
pasa por tratar de localizar el punto en el que se encuentra la vía de agua.
Una vez localizada, habrá que ver la gravedad de la misma, y finalmente
verificar la afección total de la nave, y en su caso verificar la estabilidad
de la misma. Dicho
de otra manera, especular sobre la capacidad o no del sumergible para volver a
navegar.
Pero además, tan importante
como todo lo expuesto, o tal vez más, sea el someter a suficiente grado de
comprensión el hecho de que la nave está compuesta por mucho más que los
elementos mecánicos. La nave se constituye en pos, por y para servir a una
tripulación, personas en definitiva, que a su vez se dividen por cuestiones
obvias en dos grandes estamentos, tropa y oficialidad.
La tropa responde abiertamente
con su conducta y competencia, del correcto funcionamiento de la nave y sus
componentes.
La oficialidad asume la
función de coordinación adecuada de los esfuerzos de la mencionada tropa,
poniendo especial énfasis en la optimización del esfuerzo desarrollado por
aquéllos, el cual redundará definitivamente en el bien común.
A nadie se le ha de escapar a
estas alturas que el pegamento que mantiene unido tan delicado equilibrio, es
el de la
responsabilidad. Una responsabilidad que hace comprensible
aspectos tan aparentemente complicado a la hora de tratar de entenderlo sin la
posesión de las variables internas, como el apresamiento de las relaciones que
se materializan en el binomio administración-administrado. Una relación que es
incomprensible si no asumimos de parte aspectos absolutamente contingente como
pueden ser la cesión voluntaria de poderes que se encuentra en la base del Sistema Representativo que nos rige.
Porque dando por explicadas un
montón de variables de parte, y dando por sentada la aceptación de otras
muchas; a lo único a lo que indefectiblemente llegaremos una vez sometido al
correspondiente análisis estructural de
la mayoría de componentes sobre los que no ya se sustenta, sino abiertamente se
apoya nuestro supuestamente insumergible Sistema, es aquélla que pasa por comprender
que todo, absolutamente todo, funciona por una a veces indescifrable ecuación
de competencia, buen hacer, confianza y
buena fe, de las que participan según su condición una vez los
administradores, y otra vez los administrados.
Y en la base, como siempre, la
responsabilidad.
Es la responsabilidad uno de
los términos más hermosos que existe. Ya sea en su carácter reflexivo, o en su
vertiente recíproca, la responsabilidad puede convertir a los hombres en
dioses; así ante determinadas circunstancias, cualquiera puede hacer como el dios Chronos, y literalmente ponerse el
mundo sobre sus hombros. A la vez, en caso de acudir a la vertiente
recíproca, la responsabilidad puede convertirse en un lamentable conato de
excusas, propia no ya de dioses, sino de plañideras
circunspectas en un funeral de la Sevilla del XIX.
¿Qué nos lleva entonces a ser
capaces de diferenciar una responsabilidad de la otra? Pues como suele ocurrir
en todas las grandes ocasiones, la incorporación de otro ingrediente. De un
catalizador en este caso, por ser más cuidadoso.
Entra entonces en juego el
respeto. Pero no un respeto cualquiera. Se trata sin lugar a dudas del mejor de
ellos, al menos en lo que concierne a conductas sociales. Se trata del Respeto Kantiano.
Se trata el respeto kantiano,
de aquél que se hace presente respecto de las cosas, en tanto que tal, esto es, sin necesidad de esperar al desarrollo
de consecuencias, o a la espera de resultados. Es el respeto en sí mismo, en
estado puro. El respeto que se merecen las cosas en si mismas, por el mero
hecho de ser, de acaecer, o de materializarse.
Es el respeto inherente. El
que corresponde a las cosas por el mero hecho de estar, el que se debe a las
personas por el mero hecho de existir como tales, o sea, viviendo en consonancia
con tal condición.
Es un concepto que se
comprende por aplicación mejor que por definición. Así, el respeto kantiano se
da en el escritor no que escribe para vivir, sino que vive para escribir. Así,
aplicado a los políticos, alcanzará su máximo desarrollo en el ejercicio de
aquél político que comprende desde el primer momento, engrandeciéndolo pues a
cada instante con su quehacer, que él es tan solo; nada más y nada menos, que
un servidor público, que se engrandece a
sí mismo y engrandece a los demás cada vez que su voluntad de servicio renueva
el sacrificio que da vertebración a nuestro tejido representativo.
Por ello, retomando la
dinámica, algo se me remueve irreversiblemente por dentro cuando observo y
escucho atentamente al Sr. FLORIANO, elemento activamente perteneciente al
partido que ostenta hoy el Poder en España; adjudicarse el rasero moral que
puede mantener, o por el contrario sacrificar, la estabilidad de la Democracia
en España.
Así, cuando en el siguiente
fotograma veo a BÁRCENAS proclamar su inocencia; o en el siguiente a RUBALCABA
atribuyéndose la autoría de los protocolos que en principio han de activar a la ¿Justicia ? En pos de
tales señores, es cuando de verdad comprendo el grado de ficción al que,
irrefutablemente, hemos sido trasladados.
Un grado de ficción que acaba
convirtiéndose en adusto temor, cuando verifico, presa del frenesí, que a lo
más a lo que podemos aspirar los que componemos la tropa, es a que estos que se
llaman a sí mismos oficialidad, vuelvan a perdonarnos la vida, decidiendo no
para nosotros, sino más bien a pesar nuestro, ¿Recuerdan el Despotismo
Ilustrado? Todo para el Pueblo, pero sin el Pueblo.
Por ello, sin que se me
malinterprete, les ruego me permitan poner mis esperanzas en La Ilustración, o
en personas como Baltasar Melchor Gaspar de Jove Llanos y Ramírez; quien a ojos
del ingente ensayo publicado por Julián MARÍAS en 1962, “…no es ya el último
kantiano que se ha permitido España. Tal vez haya sido el único”
¿Buscamos entonces nuestra
salvación en el futuro, o tal vez la hallemos indagando en nuestro pasado?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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