Resulta curioso comprobar una vez más cómo una de las
paradojas que más efectos secundarios tuvo para la especie humana, la cual se
pone de manifiesto cuando analizamos la premisa en base a la cual todo
individuo está capacitado para hacerse una primera
impresión de todo aquello que le rodea, le lleva a constata que está
igualmente de manera natural incapacitado para verse a sí mismo. Semejante
constatación nos lleva una vez más hoy,
a pesar del tiempo transcurrido, a traer de nuevo a colación la terrible
certeza que supone comprobar el pavor que a menudo el Hombre puede causarse a
sí mismo, cuando reconoce su imagen, que no a si mismo, en una lámina de mica,
o en el espejo de la superficie de un lago de montaña.
Abandonando aunque sea solo por unos instantes el enojoso
mundo de las paradojas, resulta en parecida línea preocupante el hecho de que
sea el Hombre el único animal capacitado para llevar a cabo aquello que a
título particular denominamos hacerse una
idea de sí mismo.
Lejos en nuestro ánimo el desencadenar un debate en relación
a si los métodos que el mencionado emplea para desarrollar semejante tarea son
o no justos, de lo que no cabe la menor duda es de lo complicado que puede llegar
a ser no tanto el decidir en este caso cuando se actuará o no de manera
correcta (la moral, como juez supremo a todos los efectos está sometida a un
proceso de adaptación, de cambio en
cualquier caso) lo que nos conduce de manera muy relevante a tener que plantear
la oportunidad de introducir en la cuestión una nueva variable la cual bien
podría estar supeditada a la cuestión de si cabe o no albergar la más mínima
esperanza de encontrar en la Cultura (entendida obviamente como reflejo real de
la conducta del Hombre) algo que verdaderamente haya permanecido inalterable, y
tenga en consecuencia posibilidades de seguir haciéndolo.
Sea como fuere, lo que a todas luces parece quedar fuera de
debate, es la cierta capacidad que el individuo tiene de reconocerse, ya sea en las conductas propias, como incluso en las
de las demás.
Es de tal reconocimiento, de donde se extraen imperiosamente
los criterios o pautas destinados a albergar en cualquier caso la esperanza de poder presagiar, de hacer previsibles, ciertos rolles cuando no
ciertos modelos de comportamiento siempre gracias a los cuales podemos
anticiparnos a las respuestas que se esperan de nuestras conductas, diseñando
así de manera concienzuda verdaderas tácticas sociales, destinadas de manera
casi exclusiva a sentirnos cómodos dentro de una determinada sociedad, de la
que nos sentiremos partícipes y para la que actuaremos como actores
consecuentes en la medida, obviamente, de que ésta resulte reconocible para
nosotros.
Es entonces cuando el tiempo, o más concretamente su
discurrir, manifiesta los resultados de su acción.
En contra de lo que pasa con ésta cuando se refiere a un
solo individuo, sobre el que los cambios debidos a la acción del tiempo son tan
profundos como rápidos (de ahí el miedo de GRAY); los efectos del tiempo sobre
las sociedades son por el contrario, responsables de una ralentización, cercana
a veces al anquilosado, que acaba por destruir a las sociedades toda vez que el
individuo, en última instancia agente y receptor de todos los desempeños de la
sociedad, deja de reconocerse en ella. (Por ello el retrato ha de permanecer
oculto.)
Es entonces cuando nos vemos en la obligación de, enlazando
de manera directa con la línea argumental diseñada en nuestro anterior
disposición, de acudir al elemento destinado a hacer reconocible el hilo conductor de esta película en la que
aparentemente algunos se empeñan en convertir el devenir de la realidad.
La coherencia, arquetipo en el que identificamos todas las
premisas destinadas a albergar la certeza de esa conducción, se muestra ante
nosotros desvelando la dialéctica que resulta imprescindible para reconocer sin
ser presa del pánico que aquello que a priori parece estar destinado a ser
modelo y estructura, por estar dotado de principios magnos y casi dogmáticos;
se muestra hoy ante nosotros precisamente como uno de los elementos sobre los
que más presa ha hecho el actual modelo de interpretación de las cosas, aquél
que cifra precisamente en el cambio las máximas virtudes tanto de lo que
conocemos, como de lo que está por venir.
Es entonces cuando todo comienza a resquebrajarse porque:
¿El Hombre se reconoce a sí mismo por sus actos (contingentes y cambiantes)? ¿O
lo hace al contrario en tanto que puede extraer de todo y de todos una especie
de virtud definitiva (propensa a
erigirse bien en modelo, bien en
creadora de éstos)?
Lejos de buscar ni tan siquiera una respuesta, la mera
imposibilidad seria que existe hoy por hoy de hacer una extrapolación sincera,
de poder hacer una sencilla previsión destinada a albergar una esperanza de
respuesta coherente con alguna clase de principios en base a los cuales poder
llegar a preveer una determinada respuesta cuando se hace una determinada
pregunta; nos lleva a poder afirmar sin el menor lugar a la duda, que se
aproximan tiempos muy difíciles.
Tiempos en los que quién sabe, tal vez el excesivo aprecio
por lo original, han terminado no ya por desvirtuar el precio por la tradición,
como sí más bien por hacernos caer en la trampa de un positivismo asociado a lo nuevo, sin más.
En Sociología, en Historia, incluso en Política, la
vinculación con la tradición se lleva a cabo en base a la búsqueda de modelos,
de imágenes, gracias a las cuales, o más bien gracias a la posibilidad de
reconocernos en las mismas, en las más diversas maneras, podamos en realidad
establecer patrones de conductas
destinados a hacer presagios para el futuro, para un futuro mejor.
La pérdida de tales percepciones, escenificadas en el
evidente esgrimir de conductas carentes de dicha coherencia, llevan
inexorablemente al reconocimiento de unos patrones cuya anarquía solo puede ser
reconocible desde el punto de vista de la traición preconcebida de los valores
que nos son propios, de los valores que una vez más, insisto, nos llevan a
reconocernos a nosotros mismos, ya sea como individuos, o como integrantes de
una Sociedad.
De ahí que la muestra de fracaso que supone la cada vez más
evidente incapacidad para reconocer en los Sistemas, incluyendo por supuesto en
los Sistemas Políticos, la pervivencia de esos modelos, lleva al Hombre a
sentirse cada vez más pobre, más solo, y lo que es peor, más desamparado en
tanto que se da cuenta del desafecto con el que los Sistemas que creó, le pagan
su esfuerzo.
De ahí que los selfies
estén cada vez más de moda.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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