Pero luego que nadie se llame a engaño, ni diga que esto no
era lo que entonces se imaginaba; y por supuesto que no se le ocurra decir que
algunas de las cosas que estarán entonces por venir responden a daños colaterales.
Es así que en mi paseo virtual, en el que me atrevo a
adentrarme a diario en la escenografía europea, por medio del cual tomo poco más o menos la temperatura a mis
semejantes; que llevo meses observando hasta qué punto patrones otrora
olvidados, emergen. Y lo hacen por supuesto con renovados bríos.
Verdaderamente asustado, de hecho por ello me atrevo a
contarlo, por lo irracional del camino que atisbo se está tomando; aún a riesgo
de ser acusado de historicista, cuando
no abiertamente de revisionista, que
detecto en la lectura de la humedad y la temperatura del aire que me rodea
visos ciertamente comparables con los que de una u otra manera recorrieron
Europa hace ahora justo setenta y cinco años. Y que a nadie se le olvide,
aquellos vientos redujeron el continente a la consideración de erial.
Hechas todas las salvedades, incluso las que formen parte de
los condicionantes que de una u otra manera estén por llegar, lo cierto es que
redundo de nuevo en la confesión de mi miedo. Miedo que puedo asegurarles no me
convierte, al menos necesariamente, en un cobarde.
Porque de parecida manera a que no es cobarde quien no se
pone en la línea de acción de una bomba que se sabe a punto de estallar, en
cuyo caso diremos que su conducta es lógica; de parecida manera a cuando consideramos
como cívica la acción por la que detenemos nuestro vehículo ante un paso de
cebra cuando por el mismo transitan ancianitos; de parecida manera yo me atrevo
a decir que no resulta para nada conveniente pensar una vez más (de nuevo) que
en Europa podemos reconducir tensiones por medio de bombas, bombas que tengan
ustedes del todo por seguro que no respetarán pasos de cebra, ni ancianitos, ni
nada de nada.
Porque una vez los
perros de la guerra campen de nuevo a sus anchas por Europa, de solo unas
cuantas cosas tendremos absoluta certeza y de entre ellas, la que a mí más
nervioso me pone, la de poder afirmar que nada, absolutamente nada, volverá a
ser igual.
Si de verdad consentimos que Europa arda, la conflagración
que de la misma resulte adoptará sin duda unas magnitudes solo calificables
dentro de los catálogos de la
épica. Europa arderá una vez más, con la salvedad de que en
este caso lo hará hasta alcanzar lo más profundo de sus cimientos.
Pero antes de que la sinrazón se apropie de nuestro futuro,
echemos aunque solo sea un somero vistazo a nuestro pasado. Así, sin detenernos
en detalle, solo una cuestión me
preocupa antes de poder considerar ni tan siquiera remotamente la posibilidad
de que como dicen algunos ir a la guerra
es la única manera de mantener la
paz. Se trata de una
cuestión que una vez pensada pierde su atractivo es más, por su simpleza roza la vulgaridad. Viene
a decir algo así: Si Europa ha sido más o menos capaz de superar 75 años de
historia sin ceder a la tentación de la guerra; si ha sido capaz de sobrellevar
tentaciones que en forma de brutales provocaciones han hecho tambalearse hasta
lo más profundo de lo que considerábamos el edificio de nuestra
existencia, y a nadie se le ha pasado por la cabeza llamar a los perros.
¿Por qué este aquí y este ahora parecen a la sazón tan proclives a ello?
Siguiendo una pauta que en repetidas ocasiones ha dado sus
frutos, propongo resarcir la máxima en base a la cual casi nunca un solo hecho
o circunstancia merece ser considerado como el único agente causante o inductor
de un determinado hecho o desmán. Siguiendo tal línea de razonamiento, nos
encontramos en condiciones de certificar que a mayor rango de afección del
hecho analizado, mayores habrán de ser, en grado o en número, las magnitudes de
los agentes que entran en juego.
De esta manera, analizando dentro del contexto propio del
momento las magnitudes del riesgo considerado, hemos de aceptar que las mismas
han de proceder de un hecho tan prominente, que sus magnitudes solo pueden
interpelarse desde un rango global.
¿Y qué elemento conocemos en la actualidad que se halla
presente en todas y cada una de nuestras observaciones? ¿Qué elemento
condiciona de una u otra manera todas nuestras decisiones de una manera hasta
hora desconocida?...
Si nos paramos un instante a sopesarlo, en el fondo deja de
ser descabellado, y se convierte en casi normal. Siguiendo el denominado esquema de las cosas al que somos
propensos, siempre hemos posicionado los procederes económicos como
responsables a nivel de detonantes, responsables del inicio de los
acontecimientos que luego tendrán su transcripción en lo político, para
finalmente albergar su reproducción de modelo dentro de los esquemas políticos
que para lograr su implementación se precisen. De hecho en este caso, y para
cerrar el círculo, la religión, el último invitado, no solo ha hecho acto de
aparición, sino que lo ha hecho reclamando un papel predominante.
Con ello, acabamos diciendo que nos encontramos ante uno de
los esquemas más viejos de cuantos se conocen. La guerra al servicio de los
intereses, obviamente económicos, de una minoría, elitista, que de nuevo se
cree con patente para ponerlo todo, nada más y nada menos, que al servicio del
mantenimiento de su posición de dominio.
Una clase elitista que con el cambio de milenio entendió
como algo inaceptable aquello que las matemáticas demuestran; que el reparto de
bienes finitos entre una población que crece exponencialmente, conlleva
necesariamente la reducción del cociente que representa el a cuánto tocamos.
Y a partir de ahí, se trata tan solo de rellenar los huecos.
Provocaron primero una crisis
económica cuyas dimensiones, por escatológicas más que míticas, ya debieron
de haber levantado sospechas. Pero el vulgo, bien educado y agradecido, decidió
ejercer de tal, y aguantó.
Pero como suele ser habitual, ni la nobleza se cansa de
pedir, ni el común de sufrir. De ahí que unos y otros lleven diez años
embarcados en este extraño baile, del cual solo un monstruo podía salir.
Y el monstruo ha despertado. Una vez superados todos los
límites, solo el último queda por ser superado así que, ahora, soltad a los perros. Pero a diferencia de
lo que hasta ahora ha ocurrido. No digáis que no sabíais lo que hacíais.
Luis Jonás VEGAS VELASCO,