Definiendo la precisión en este caso como el momento justo a
partir del cual podemos volver a llamar a las cosas por su nombre sin que por
ello hayamos de pasar por desalmados, y no por ello menos convencido de que aún
así no tardaremos en encontrar no tanto voces como sí más bien voceros dispuestos a hacerlo, es decir a
jalear no tanto nuestros nombre sino más bien la pena de la que según ellos somos
merecedores no tanto por pensar distinto, sencillamente por demostrar que ellos
prefieren no hacerlo (practicar el seguidismo
no solo es cómodo, en ocasiones como la que vivimos se muestra además
verdaderamente rentable) lo cierto es que considero ha transcurrido no ya el
tiempo suficiente para llorar a los muertos, sino más bien el que yo estoy
dispuesto a concederles a todos los integrantes de esa caterva que, convencidos
de que el ruido y la muchedumbre ofrecen un interesante refugio, han abandonado
poco a poco en los últimos días esos refugios constituidos por la mediocridad y
lo que es peor, han pensado que la sinrazón en la que parece haberse instalado
el mundo va a convertir en menos desdeñosa la sinrazón que en sí misma
representa su existencia.
Desde la pesadumbre ética que me produce el constatar la
predisposición que el que se llama
Hombre de mi época tiene para causar deterioro moral en los que componen junto
a él su aquí y su ahora, considero
sinceramente como mi deber ser coherente con la expresión de ese torrente de
sensaciones que, sin restar como digo un ápice de intensidad al grado de
aflicción que desde el pasado viernes me asola, sí me lleva no tanto a decir,
como sí más bien a denunciar, el alto grado de incongruencia desde el que, siempre
según mi particular interpretación, se está llevando a cabo no tanto la
investigación, como sí más bien la adjudicación
de culpas, toda vez que el grado de afección de éstas supera con mucho a la
condición atribuible a los particulares en tanto que poseedores de una
identidad.
Porque a nadie se le escapa que a estas alturas nadie,
absolutamente nadie, ni siquiera haciendo memoria, puede no ya poner cara, ni siquiera recordar uno
solo de los nombres que no lo olvidemos, según nos han dicho, son de una manera u otra responsables de los actos
que nos han conducido a la aberración que contra lo humano se ha producido el
pasado viernes. A pesar de ello, o tal vez gracias a ello, todos tenemos una idea aproximada vinculada tanto a quiénes
son los responsables, como por supuesto gozamos de una opinión formada en
relación a qué es lo que “realmente” perseguían.
Y la verdad es que, de tal afirmación espero no se desprenda
una crítica. Si cuando se apaguen las voces de las calles, se despida a los
voceros de los platos, y la policía deje de echar puertas abajo en los
registros que se están llevando a cabo sin orden judicial; seguimos siendo
capaces no ya de pensar, siquiera de tener opinión propia; estaremos en
condiciones, muy probablemente, de toparnos con esa sensación que ya Descartes
describiera, que pasa por constatar que la verdad, a menudo, se presenta ante
nosotros de forma clara y distinta.
Constituirá tamaño momento un instante de gran felicidad ya
que, en tanto que clara, la verdad desbordará nuestra capacidad de sorpresa, de
manera que solo una cuestión nos quedará por resolver ¿cómo es posible que
hayamos tardado tiempo en verla? En tanto que distinta, no existirá un solo
elemento que por proximidad conceptual, pueda
confundirnos en relación a interpretar qué es aquello que es verdad.
De esta manera, cuando la valentía que se vincula al saber
nos envuelva, solo una cuestión nos acuciará, la que pasa por tener que valorar
el precio del tiempo que hemos pasado inmersos en mayor o menor medida en las fétidas
aguas que envuelven no tanto a la Isla de
Ignorancia, como sí más bien a las que poco profundas, siguen promoviendo
putrefacción en la Bahía de Manipulación.
Será más o menos entonces cuando comprendamos que la fuerza
de la verdad no pasa tanto por comprender que se alía con los que tienen fuerza para mirar, es que
directamente corre a esconderse de los que prefieren no hacerlo. Que no es que
adore a los valientes que tienen fuerza para hablar, es que reniega iracunda de
los que callan gustosos.
Así y solo así, podremos no tanto comprender, a lo sumo
llegar a intuir, que la catarsis a la que están indefectiblemente condenados
los que de verdad se creen con fuerza para encontrar algo bueno de todo esto,
está más bien dirigida a entender el presente y el pasado, no tanto a promulgar
un futuro diferente.
Porque en el pasado hunden sus raíces las injusticias que en
forma de abominaciones sociopolíticas llevan decenios por no decir siglos,
definiendo la historia de países y continentes como la propia África, o por
supuesto Oriente Medio. Lugares que no ya tanto países, obligados casi desde
siempre a considerarse en defensa propia como entes de segunda categoría, cuyos conquistadores, ya procedan éstos
del devenir activo o del pasivo, han cometido siempre la misma tropelía, la que
pasa por ignorar que en todos los lugares, en unos más visibles que en otros,
siempre hay seres humanos.
Por eso, cuando las fuerzas de la tierra vuelvan a su lugar,
y arrastren consigo a cada cosa hasta obligarla a alcanzar el que se denomina su sitio, esto es, aquél en el que más
cómodos se encuentran, detengámonos siquiera un segundo en pos de
preguntarnos quién, y lo que tal vez resulte más esclarecedor, por qué, se ha
decidido concretamente eso, el lugar que efectivamente decimos que han de
ocupar.
Entonces y solo entonces, y no tanto por la ficción de
comprender, como sí más bien por la paradoja que procede de la satisfacción que
en este caso provoque el no poder hacerlo, lleguemos a intuir el porqué no
tanto de la sinrazón de lo que como hecho es incomprensible, como sí más bien
los caminos de lo que como causa, lleva siglos pergeñándose.
Luis Jonás VEGAS VELASCO,
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