Se nos ha marchado. Y lo ha hecho tal y como solo saben
hacerlo los que tienen la extraña capacidad de darnos lo mejor que tienen,
Aquello que los posiciona como
verdaderos artífices de la condición de humanidad. Los que se van haciendo gala
del silencio, a saber, y a falta de mejor recurso, el mejor ejemplo de
humildad.
Pero, antes de caer en el vano ejercicio de la vanagloria,
citando más bien a Ortega y su famoso: ¡Dios nos libre del día de las
alabanzas!, lo cierto es que, alejado en la medida de lo posible de
cualquier tentación de frivolidad, y pasado ya el tiempo suficiente desde el
que tuviera lugar el conocimiento del trágico desenlace de la enfermedad que
durante años fue poco a poco, minando la vida de El Presidente; lo cierto es
que llegado este preciso momento, necesito decir algunas cosas.
Somos un país complicado donde los haya. Acostumbrados al
escepticismo propio no del filósofo,
sino rallando más cerca del albergado por el perro sarnoso que huye de toda
presencia humana en un vano intento de salvar la pedrada o el palo; hacemos de
nuestra Historia fuente de miserias más que de aprendizajes, constatando
siempre el cómo se puede ser un Imperio
colmado de Historia, a la par que un Pueblo carente de recuerdos. Y un Pueblo
carente de recuerdos es un Pueblo condenado a morir de amnesia.
Somos un país complicado donde los haya. Demasiado
acostumbrado a reconciliarse con su enemigo, siempre que éste proceda del
exterior, pero desconfiado del amigo, precisamente por ser tal la condición
desde la que éste se expresa.
Somos, en definitiva, un país complicado donde los haya.
Propenso como ningún otro a la envidia, veneno que envenena el alma, y que
dispone los cuerpos de los que poco a poco contagia, para una batalla que nunca
llega, porque en realidad ésta se desarrolla a diario en nuestro interior; pero que no obstante deja, amparado en la
acción del tiempo, su gran cómplice, centenares de cadáveres esparcidos por los
barranco, taludes y, cómo no, por las cunetas.
Por eso, y sin duda por varios centenares de cosas más,
nadie ha de sorprenderse si ya hoy, con el cadáver todavía caliente, algunos
son los buitres que se rifan en macabra timba los restos del finado.
Porque más allá de su condición objetiva de Primer
Presidente de la
Era Democrática. Por encima de su condición y marcada categoría de Estadista,
lo cierto es que se nos ha marchado alguien que, por encima de todo, veía
agua allí donde otros solo veían desierto, siendo por ello capaz de ver un futuro
para España, allí donde la mayoría, ¡qué paradoja! Tan solo acertaba a ver un
futuro negro, lapidado cualquier atisbo de futuro por el miedo que provocaba la
acumulación de niebla.
Se ha marchado el último Don Quijote. Y como el original, lo
ha hecho no sin antes dejarnos una impronta forjada a base de regalarnos su
capacidad para ver horizontes más allá
de donde otros solo veían muros insalvables. Lo ha hecho dándonos, como ya en
su momento lo hiciera el original, convirtiendo en gesta lo que para otros no
era sino una muestra de locura al fustigar a su particular Rocinante con
la convicción de que no hay mayor muestra de responsabilidad que hacer todo lo
que esté en manos de uno en pos de conseguir lo que otros no dudaron en
declarar como imposible.
Se ha marchado el último Hidalgo. El que recorrió con
prestancia firme los páramos vírgenes, aquéllos por los que ni la Democracia,
ni prácticamente la Política bien entendida habían transitado por vez
alguna, llevando la luz de la esperanza a los rincones y recovecos en los que
viejas y nuevas alimañas se habían refugiados, temerosas, ahora ellas, de que
les negaran el pan y la sal que antaño ellos sí les negaron a otros.
Ha muerto Adolfo Suárez González. Y al contrario de
lo sucedido con Don Quijote, esperemos por nuestro bien que en este caso no
hayan de ser las crónicas extranjeras las responsables de iluminarnos a tenor
de la grandeza del que fue sin duda, uno de los más grandes.
Sin embargo, una circunstancia le aleja definitivamente de
la figura del Hidalgo. La que se manifiesta de la constatación de que él, ha
tenido la fortuna de morir sin recuperar la cordura.
Al menos así, todos los que hoy por hoy, y en vista de la
situación de la España que nos han regalado, nos levantamos por la mañana
implementando en nuestro quehacer diario la necesidad de ejercer de Sanchos,
podemos acostarnos con la ilusión de que al menos tampoco hoy, nadie nos
arrebatará nuestra ínsula.
Y afortunado no obstante él, que ha seguido convencido hasta
el final de que no eran molinos, sino gigantes, aquéllos que con los brazos
levantados venían, una vez más, corriendo hacia nosotros...
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario