Asistimos no ya a tiempos oscuros, sino a tiempos en los que
la tónica dominante pasa por la comprobación de la absoluta falta de luz. La
diferencia, como pasa con la mayoría de
cosas importantes, ha de buscarse en la sutileza, en los detalles.
Y son detalles tales como el silencio que acompaña a los
desfiles que años a, habrían estado rodeados de indignados clamores, los que
nos sirven para poder afirmar que, efectivamente, a estas alturas ya no queda
la menor esperanza.
He ahí la diferencia entre la mera oscuridad, y la absoluta
ausencia de luz.
Ya no hay esperanza, ni redención. Y lo peor es que no
tenemos ni derecho a pedirlas. La intensidad de los silencios, o más
concretamente la larga duración de algunos de ellos, ha provocado la
constatación de que ya nada, o casi nada, podrá salvarnos.
Pero antes de encajar la derrota, antes de asumir la pérdida
cabe preguntarnos: ¿Cómo, dónde y cuando se gestó esta situación, emblema
absoluto del triunfo del nihilismo moderno?
Múltiples son las circunstancia que, como ocurre en la
mayoría de ocasiones vienen a converger a la hora de esbozar un principio de
respuesta al dilema recién planteado. Y como suele suceder en la mayoría de
ocasiones, se trata de circunstancias por sí solas incapaces de provocar ni tan
siquiera la variación de una brizna de hierba en un campo, pero que sumadas
todas ellas, y actuando en un orden determinado, se muestran capaces de
provocar huracanes de constataciones insondables.
Desde esta nueva perspectiva, nos vemos en la tesitura de
hacer plausible el abandono de la búsqueda de cualquier causa multidisciplinar,
al generar tal hecho un cúmulo de variables tan indeterminadas que resulta del
todo imposible configurar un mapa de previsiones lo mínimamente razonable;
resultando pues imprescindible tratar de hallar una lo suficientemente
drástica, estructural y a la par intrínseca, que nos habilite en pos de
desarrollar una pauta si no común, cuando menos generalizable.
Abandonaremos en este caso el estudio de las variables
externas toda vez que la mera constatación de las modificaciones que les son
propias, parecen alejarlas radicalmente del objetivo científico y unificador
hacia el que al menos a priori han de tender nuestras pesquisas.
Es entonces que habremos de volver nuestras miradas precisamente hacia nuestro interior,
convirtiendo en un ejercicio de introspección lo que prometía ser un acto de
exploración y aventura…aunque puede que todavía lo sea ya que, como dijo I.
ASIMOV, “la distancia más alejada entre
dos puntos en una circunferencia es, indudablemente, el propio punto desde el
que partimos,”
Abandonamos así los grandes planos establecidos sobre
complicadas cartas de navegación. Devolvemos al puerto los derechos de cabotaje
de los grandes barcos que, simulando a nuestros aventureros ancestros
pretendimos emular como grandes descubridores; para dedicarnos un instante a
nosotros mismos en pos de, curiosamente, proceder con la identificación de lo
que nos hace únicos, a la par que nos sirve para identificarnos con los demás.
Surge así de manera clara y evidente, a la luz de la última
aportación, la ética, y su componente social, la moral, como serios candidatos
a descubrir precisamente dentro de nosotros mismos, la esencia que explique la
decadencia no ya solo de los lugares, sino fundamentalmente de los tiempos que
nos han tocado vivir.
Dice Aristóteles en el Libro VI de La Política, aquél en el
que también dice que “las dimensiones de la Polis jamás han de superar la
distancia que un hombre puede abarcar con su mirada”; que “…es así que la
composición natural de la población
de la Polis pasa por la comprobación de que ésta acaba equilibrando por sí
misma sus componentes esto es, que personas de intereses comunes, acaban por agruparse.”
Es de la consolidación de tal principio, que llegamos a la
consideración expresa que nos permite dar el salto desde lo individual de la
ética, a lo grupal de la moral ya que será a partir de la identificación de
estos intereses, en lo que podremos basar nuestra emisión de juicios de valor
sobre el estado de los habitantes de la Polis, en base a la comprobación del
estado de la misma.
Será siglos después que, hoy por hoy, podemos servirnos de
extrapolaciones similares para acabar comprobando que el estado de una variable
cual es la Economía, no solo sirve para poder emitir juicios de valor que
incluyen afecciones determinantes a tenor del resto de variables, sino que nos
sirven en realidad para afectar a todas ellas.
Es así como, definitivamente, podemos extrapolar igualmente
la superación, en este caso para perjuicio de la misma, así como para el
sujeto, último tenedor de la misma, de la propia moral.
Vivimos en una Sociedad que ha dilapidado no ya la lógica
aristotélica a la hora de concebir la conformación lógica de las polis. En
realidad, yendo en realidad mucho más allá, se trata de una Sociedad que ha
dilapidado la moral, y por ende la ética toda vez que forma parte del mismo
silogismo, reduciendo con ello a cero los campos de actuación de éstos
elementos, otrora responsables de la generación de valores.
Y es desde esa nueva óptica desde donde podemos empezar a
comprender el estado no ya de putrefacción, sino de franca inexistencia en el
que se encuentra hoy en día tanto la moral, como aquéllos que habrían de
reclamar su sitio natural.
Es la de hoy una moral de de unos y ceros, Confeccionada como casi todo desde el punto de
vista de adecuación a las Nuevas Tecnologías, en este caso a la informática, la
ética y la moral han visto reducido su campo de acción, y su protocolo de
desarrollo a unas realidades que no solo no les son propias, sino que resultan
abiertamente contraproducentes.
Por ello, toda esperanza de mejora a corto o a medio plazo
es, un sueño ficticio.
De ahí, que las previsiones a corto y medio plazo no sean de
oscuridad, sino de estructural ausencia de luz.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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