Vivimos tiempos inmisericordes. El Hombre, en su sano
juicio, comprende su soledad, y por ello hace del estado de permanente enajenación, el concepto que
mejor describe su actual situación. En definitiva, hemos alcanzado los tiempos, igualmente descritos en el
Último Libro, según los cuales, los hijos se alzarán contra sus padres.
Uno tras otro asistimos, con la pasividad propia del loco, o
con la abulia exclusiva del nihilista; al desencadenamiento uno tras otro de
los acontecimientos cuyos preceptos originales pueden tan solo significar el desmoronamiento definitivo
de todos y cada uno de pilares sobre los que se apoya no ya la Cultura Europea ,
sino más bien la manera de entender la
vida en Europa.
Lejos por supuesto al menos a priori de entrar en
consideraciones axiológicas, constituye de obligado cumplimiento reconocer no
tanto que la Iglesia
Católica forma parte del modelo de cultura europeo, sino que
hemos de ir un paso más allá, hasta conformar la certeza de que la forma de vida europea aparece
inexorablemente recubierta de una capa de catolicismo la cual se pone de
manifiesto no tanto a la hora de reconocernos en la Vieja
Europa , como a
la par estamos obligados a considerar razonablemente que de igual o de parecida
manera, sigue formando parte de los
principios que son estructura en todos y cada uno de los elementos que subyacen
incluso a las mencionadas estructuras europeas.
Por eso, cuando Benedicto
XVI removía Roma con Santiago la pasada semana al anunciar su revolucionaria voluntad de renunciar, dejando
con ello vacante la sede petrina; el
asunto trascendía para pasar a un plano que supera con mucho al de una mera
dimisión, para pasar a ser un asunto de verdadero interés.
Porque, ¿Puede verdaderamente Benedicto XVI volver a ser sin
más Ratzinger a secas?
La cuestión es sencilla, y complicada a la vez. El silogismo que se
plantea, en definitiva, puede tan sólo plantearse si nos atenemos a los cánones
que los Cristianos Católicos se empeñan en otorgar cuando se empeñan igualmente
en tergiversar todos aquellos aspectos que, en
realidad, estarían sin duda mucho mejor tratados atendiendo a normas y
procedimientos ajenos a las “razones vaticanas”. Y todo ello dicho en el
día del aniversario del nacimiento de Nicolás Copérnico, y cuando han
transcurrido escasas calendas de la conmemoración de la detención a manos del
Santo Oficio, hoy Congregación para la Doctrina de la Fe, nada menos que de
Galileo.
De verdad, no se trata de la ejecución de un juego de prestidigitación
magnífico. Se trata sencillamente de la puesta en antecedentes de una serie de
circunstancias cuya consideración resulta imprescindible a la hora de tener
claro el grado de magnitud del acontecimiento reseñado. Así, es necesario
recordar que el último pontífice que manifestó la osadía suficiente como para dejar vacante en vida la sede petrina, murió
mucho antes de que el mismísimo Copérnico naciera.
Constituyen los logros de Copérnico, justamente traídos hoy
aquí a colación, metáfora perfecta del grado de revolución que los mismos
canalizaron toda vez que el modelo
Heliocentrista se convirtió rápidamente en el exponente de un plan de
desarrollo que, en el plano de la Sociología Humanista cuyo albor comenzaba a hacerse patente en el horizonte;
completaría después el ingente filósofo Inmanuelle KANT. Sus “Crítica a la Razón Pura ” y posterior
“Crítica a la Razón
Práctica ”, conformaron un torbellino de nuevo saber para
cuya mera interpretación no sólo se hizo imprescindible un largo periodo de tiempo,
sino que, y he ahí lo más importante, hizo imprescindible la adopción
inapelable de una sucesión de nuevos conceptos de marcado carácter estructural
la suma posterior de los cuales, puestos todos en la debida perspectiva, hacían
imprescindible la adopción de un nuevo paradigma que se versaba no en el
reforzamiento mediante la discusión de aquél que había sido superado, sino en
la inmediata destitución del mismo desde la convicción pragmática de que las
mentiras que habían cimentado el mismo, lo hacían al imperdonable precio de
socavar los cimientos de la Sociedad, al imperdonable precio de alienar al
hombre “en tanto que tal”.
Y parecido, si no tal, es el escenario que la renuncia de Benedicto XVI trae consigo
aparejada. Que nadie, ni los más Católicos, ni mucho menos los más
reaccionarios, piensen que después de
esto les bastarán con unos cuantos trucos (y un poco de humo blanco) para que
todo vuelva a la normalidad, o a lo que ellos designan como normalidad porque
¿Dónde residía lo normal, en la muerte dramatizada desde la ignominia moral que
nos regaló el anterior Papa, o en la huída funesta protagonizada por éste?
Para empezar a comprender la magnitud del acto, resulta
recomendable reconsiderar una serie de hechos cuando no de acontecimientos cuya
comprensión, nos ayudará cuando menos a
comprender el grado de diferenciación que
merece el aspecto considerado.
Así, por ejemplo, no podemos hablar con propiedad y hacerlo
de dimisión. Si El Sumo Pontífice es
el anunciado de Dios en la Tierra, resulta
que en el caso que nos ocupa, aceptar una dimisión
constituiría la confirmación de que Dios
se ha equivocado, hecho por definición imposible. En consecuencia, sólo nos
queda canalizar el hecho a través de la conciliación que nos ofrece la metáfora
de la renuncia responsable, con la
cual no sólo minimizamos el impacto sino que además, logramos su metamorfosis
hasta un punto que sólo puede concebirse haciendo virtud de lo que en realidad
era exceso de vicio.
Por ello resulta si cabe más demoledor comprobar cómo un
Papa que ha sido un modelo de virtud racional. Un Papa que como han dicho
algunos medios de difusión en España llegaba
a constituir, tal y como demostraba en sus escritos, un faro de virtud moral; acabe
por tener que pedir el auxilio de sofistas
encargados de convertir lo blanco en negro, o lo que es lo mismo, sean capaces
de rellenar las mismas editoriales que hace ocho años convertían a Juan Pablo II en un “Santo Súbito” por
mantenerse “imperturbable” en su puesto en una agonía devastadora que sin duda
hizo más daño que beneficio a la Iglesia; transformando ahora en “un acto
valiente” lo que no es sino una huida protagonizada por un hombre que en última
instancia se ha cansado de protagonizar un papel en el que, probablemente hace
tiempo dejó de creer.
Pero que nadie se preocupe. Se trata de la Iglesia Católica.
Por ello, convirtiendo de nuevo el vicio en virtud, sin duda
hallarán la forma de convencernos de que el verdadero problema no es sino
encontrar la fórmula mediante la que dirigirnos a aquél que, habiendo sido
Papa, ha decidido dejar de serlo, y tener la osadía de seguir viviendo.
Otros se tomaron un
café bien cargado, y de manera responsable liberaron a los lobos de
semejantes tribulaciones.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.