Vivimos en un país extraño.
Al contrario de lo que les ocurre a la mayoría de los que nos rodean, incluso a
aquellos con los que aparentemente hacemos “sociedad”, en un intento que hoy
por hoy se muestra vano, de aparentar que tenemos algo en común; ni siquiera
contamos con la posibilidad de acudir a nuestra historia en pos de encontrar
respuestas. Y todo en parte porque a muchos se les niega todavía el derecho a
hacer preguntas; precisamente porque la respuesta a muchas de estas se
encuentran en una cuneta, bajo apenas unos centímetros de grava, pero bajo la
pesada losa de muchos años de responsabilidad argumentada desde el silencio
compartido.
Vivimos en una nación
extraña. Una nación que encuentra su sustento en la podredumbre del pasado. Lo
que es peor, de un pasado reciente, y por ello no cicatrizado. Como dirían
nuestros abuelos, la herida no ha sanado
porque los bordes aún siguen supurando. Siguen supurando, en este caso la
espuma de los humores propios del que es el último halito, el que precede al
silencio último, aquél que nunca acaba de llegar.
Somos una nación orgullosa.
Una nación con mayúsculas. Una nación que puede mostrar al mundo con satisfacción
sus logros. Una nación que puede esperar agradecimiento del mundo porque, al
contrario de lo que ocurre a día de hoy con algunas de esas naciones que
pretenden atribuirse el sentido del mundo de manera injusta, nosotros si que
podemos decirle al mundo, sin temor a equivocarnos, que sin nosotros, y sin nuestra aportación, el mundo sería otra cosa.
Tal vez mejor, tal vez peor, pero sin duda otra cosa.
Mas llegados a estos
extremos, flaco favor haríamos si, nos bastara con mostrarnos pagados de
nosotros mismos.
Fuimos además de extraña una
nación grande, una nación que acuñó el término de imperio, y lo desplegó por el
mundo sin traumas, estos habrían de venir bastantes años después. Como tal
nación, empezó a ser comprendida a partir de hechos tales como que, antes de
ser ni tan siquiera algo más que un proyecto
de conglomerado de pueblos, personajes a quienes la historia del mundo
reservaría lugar de honor; como puede ser el caso de Publio Cornelio Scipión, “El Africano”, hubieron de mostrar aquí
sus aptitudes, para hacerse luego merecedores en otros campos, incluso de
batalla, sus títulos, y los cantos con los que el mundo conocería sus proezas,
y con los que las generaciones venideras conocerían y seguirán conociendo sus
proezas.
Esta es sin duda una forma
válida de acercarse a España. En caso de sentiros identificados con ella, no lo
dudéis, las ingentes páginas de Menéndez
Pidal os serán de grata investigación primero, para pasar a constituir
luego un más grato si cabe recuerdo.
A pesar de todo, yo me
identifico más con esas otras palabras, que, escritas por otro notorio, Julián Marías en este caso, vienen a
vestir una España comprensible desde la psicología, sin desmerecer por ello un
ápice del componente histórico. Un componente histórico que, manejado con una
habilidad impropia de un español de una época en la que la crítica a España era
poco menos que traición, y en la que la palabra psicología era peor que un eufemismo de la muerte merecida para
aquél que jugaba con cosas que no constituían
materia del agrado de Dios, él fue capaz de unirlos de manera tan
congruente como inseparables.
Unas palabras que, escritas
en definitiva especialmente en la última edición de un libro ingente donde los
haya, y que sólo con su título: Ser
Español, (no lo dudes I. llegará el día en que sienta más necesidad de
devolvértelo que de atesorarlo), muestra ya con lo expeditivo del que se sabe de vuelta de muchas cosas, la capacidad
cuando no la necesidad de empezar a llamar a las cosas por su nombre.
Un libro que, con apuntes
como este: “español es aquél que vive con
la desgracia de creerse siempre mejor que aquellos que son sus contemporáneos.
Es aquél que encuentra menos dificultad en identificarse con coetáneos que
llevan trescientos años muertos, que en hacerlo con aquellos que viven en la
escalera, a los cuales además desprecia. (…) en cualquier caso, español es sin
duda aquél que puede partirse la cara sin dudarlo para mantener intacta la
honra de la mujer que no conoce, si bien de igual manera no dudará en desoír la
llamada oficial que le exija acuda a defender la integridad de la propia.
Porque tan sólo cuando
podamos sopesar cosas como esta, podremos empezar a intuir la carga de
acontecimientos como el que en el día de hoy, 17 de julio, no sabemos si conmemorar
u ocultar.
A lo largo de toda la tarde
de aquél 17 de julio de 1936, se habían estado trasladando subrepticiamente
desde el parque de artillería, hasta el edificio de la Comisión de Límites,
armas destinadas inequívocamente a los falangistas, para su uso en el más que
evidente alzamiento que desde la muerte de Calvo
Sotelo era según ellos, inevitable
por lo imprescindible.
Las autoridades tienen
conocimiento del hecho, cursándose por parte del elemento gubernativo las
pertinentes órdenes de registro y aprensión. Hacia las 15 horas de ese 17 de
julio el Teniente Zaro, encabeza una
redada en el mencionado edificio de la Comisión, en el que se está celebrando
una reunión de los dirigentes locales de
la sublevación destacando entre ellos la presencia del Teniente de la Torre,
elemento de la Legión. En ese momento, los conjurados son conscientes que,
de llevarse a cabo el registro perderán las armas que están preparadas para ser
repartidas entre la población, peligrando de manera definitiva la imprescindible
toma de la ciudad, a la par que el incuestionable riesgo de su propio
apresamiento será una total realidad. De
la Torre se escabulle aprovechando la dilación de tiempo que supone el que
las fuerzas policiales cumplimenten la burocracia previa al registro; llama a
la península y pide ayuda. Esta se manifiesta en la irrupción en escena de un
pelotón de la Legión, que encañona y rinde a las fuerzas leales a Madrid, y al legítimo
Gobierno de la II República. La Guerra Civil no puede sino adelantarse en su
comienzo.
Y esta constituye otra de
las grandes miserias de España, la de no
saber si es mejor caer para la historia en mano de una serie de militares
reyezuelos de taifas con aspiraciones de salvadores de la patria, o el hacerlo
en manos de un grupo de descamisados incompetentes que, atribuyéndose favores
que se les quedan grandes, montan como en las fiestas de su pueblo, baile para
tres días, y lo postergan durante tres años, haciendo que la factura la paguen
como siempre otros.
Porque ese es el ingrediente
que termina de aderezar la salsa de esta historia. El ingrediente de la
desvergüenza que “gastan” aquellos que todavía hoy se empeñan en vestir de lagarterana los considerandos
de la historia. Cruel es el país que
permite permanecer en sus fronteras a los herederos de sus tiranos claman con fervor los herederos de
los Moa y Compañía. Mientras
asistimos con el desparpajo del ignorante, y con la indolencia del niño, a la crucifixión de jueces que han querido
apartar esos centímetros de grava, para comprobar como el oprobio de la
historia sigue exigiendo demasiadas responsabilidades.
Y el tiempo, tal vez
afortunadamente, sigue su curso. Hoy ya necesitamos ayudarnos de los dedos para
contabilizar los años que se cumplen del Glorioso
Alzamiento Nacional (lo siento, no podía acabar esto sin mencionarlo). Y lo
que es más importante, una generación entera ha nacido ajena del todo al
conocimiento del dato del Trivial de quién era el Caudillo.
A pesar de todo, a mí me
recorre el sudor frío de la indignación cuando algún desalmado, a lo peor algún
ignorante, todavía brama en la barra de
algún bar clamando la vuelta de Franco.
Así que, hoy más que nunca,
recordad, las hogueras vuelven a arder. Su Juicio se acerca, y es inminente.