“…La destrucción de
las palabras es algo de gran hermosura. (…) ¿No ves que la finalidad es limitar
el pensamiento, estrechar el radio de acción de tu mente. Cada año habrá menos
palabras, con lo que el radio de acción de la conciencia será cada vez más
estrecho. La Revolución será completa cuando la Lengua se perfecta, cuando no
haya pensamiento, al menos en el sentido que ahora le achacamos.
La ortodoxia significa
no pensar, no necesitar del pensamiento. Nuestra ortodoxia es la
inconsciencia.”
ORWELL, George. “1984”
En la calenda número cien de este año ignoto no por
desconocido, que si más bien por extraño; diferenciamos el proceder realista del llamado a ser tenido por soñador no en el hecho que sí más bien
en el derecho de erigir en certeza la otrora ensoñación por la cual si lo
vivido es cierto, ya sólo a mejor puede
tender la desasosegante marcha que por el desierto nos lleva a transitar en lo
que unos y otros hemos llevado a asumir como la Vida, cuando no como lo sempiterno.
No se trata pues de que la Realidad nos sea ignota, pues más
que pensada es aprendida, de lo que
ha de asumirse cierto grado de reconocimiento. No se trata pues de que no
seamos capaces de reconocer la realidad
como concepto, sino que más bien ésta se torna para nosotros desconocida,
sencillamente porque nosotros no nos reconocemos en ella.
Diferenciada entonces la Realidad
Pensada, de la otra realidad, la
que podríamos identificar por su condición estrictamente práctica en tanto que vivida; establecemos no ya un marco que
si más bien una clara frontera destinada a separar lo vivido de lo concebido,
lo factual de lo potencial.
Surge o más bien se pone de manifiesto ante nosotros la gran
diferencia existente entre lo uno y lo otro, toda vez que lo vivido y desarrollado en el escenario propio de la existencia
factual propia de la realidad estrictamente material, queda hoy por hoy
desbordado por el deseo y quién sabe si por la inconsciencia desplegada por una
Sociedad en la que el hastío ha hecho
tal presa, que lo soñado y lo fingido (las promesas), llegan a tener más valor
que aquello que está realmente llamado a erigirse en substancia componente de
lo llamado a ser la Realidad.
Acude de nuevo ORWELL en nuestro auxilio al dar de nuevo en la tecla cuando
afirma que: “Es así que el Sentido Común
acaba por erigirse en el mayor enemigo del aspirante a permanecer cuerdo.”
Mas en un mundo como el nuestro, en el que si bien El Pensamiento es lo llamado a pensar Ideas, cada vez resulta más
difícil no ya diferenciar entre las buenas y malas ideas, que sí más bien entre
lo que son ideas y lo que son meras o vulgares ocurrencias… ¿Queda espacio para
el Ser Humano, o por el contrario el haberse tornado éste en obstáculo para el
desarrollo de las ideas le ha convertido en prescindible?
En un tiempo cuando no en una época en la que el lema “Éstos
son mis principios, mas si no le gustan, tengo otros”; ha terminado por
convertirse en algo soberano, lo cierto es que cada vez resulta más difícil no
ya diferenciar entre el pensamiento acertado y el erróneo, sino separar lo que
es un razonamiento, de lo destinado a ser una mera y a la par falacia.
Pero retrocedamos un poco, pues no en vano el presente predispone el futuro, y éste se
regodea del pasado; y rescatemos el esplendor que circunda al núcleo de
aquella máxima destinada a revelarse en dogma de nuestra fe (la escrita no el Latín que sí más bien en Griego), y
que se resume en el consabido “El
pensamiento piensa ideas”.
Es la palabra la destinada a erigir conceptos. La palabra
nombra a reyes con la misma sonoridad con la designa a plebeyos (pues ni uno ni
otro existe si no es previamente reconocido en su nombre). La palabra define
imperios con mayor escrupulosidad con la que sus fronteras pudieron hacerlas,
no en vano éstas resumen su vigencia al periodo en el que los mismos son
capaces de reconocerse en su presente, mientras que la palabra tiende por
naturaleza a proyectarse, siendo el futuro el espacio natural en el que tal
proyección alcanza su lógica.
Se pierde así pues la noción del tiempo. El presente sueña
con ser futuro, y cuando el miedo propio de la incertidumbre se extiende como
el manto de la noche lo hace tras la cálida tarde de verano; la efímera
realidad (presa del instante), corre a refugiarse en los seguros por
ancestrales brazos de un anciano pasado que canta no las bondades, que sí las
certezas, de lo que no necesariamente por ser alcanzó a ser lo mejor, mas sí la
realidad tienen cobijo en ello.
Pero la realidad nos aburre, porque lo real es, y lo que es no puede dejar de ser.
Puede a lo sumo evolucionar. Es la evolución cuando está vinculada al hecho,
una mera ilusión que alcanza en el peor de los casos un afán de mentira puesto
que si las cosas son, son, quedando para prestidigitadores y buhoneros de
altozano la acción que se tornan en vulgar ilusionismo, y que pasa por tornar
la arenga en farfulla, envolviéndolo todo en una suerte de confusión que unas
veces se torna en misticismo (cuando son los sacerdotes los llamados a protagonizar el evento), degenerando las
más en conversación de taberna cuando
son los charlatanes los llamados a protagonizar el desarrollo.
¡Ay! entonces del que esté llamado a perseverar en la suerte
de la réplica que todavía cabe esperarse ante el discurso que de otro modo bien
podría ser tomado por mera perorata. Es entonces que de ser tenidas por ovejas
las palabras, la emoción que éstas están destinadas a promover en el escuchante
será a lo sumo comparable a las emociones que el que finalmente estaba
destinado a reconocerse en el nombre de Alonso
QUIJANO experimentó cuando confundió con ejércitos lo que en ¿realidad?
eran rebaños.
Pongo en tela de juicio la realidad (lo someto a la acción
del interrogante), toda vez que a estas alturas lo único que ha de quedar claro
es que bien pudiera ser que la realidad,
en tanto que tal, no exista. Reto a cualquiera a que me sostenga un
procedimiento en el que la realidad sea algo más que una interpretación, el
reto está ganado toda vez que nadie puede decirme nada que vaya más allá de que la realidad a mí me parece. Y si bien
el verbo parecer es en su naturaleza copulativo, de ello se desprende que el
resto de complementos, los destinados a conformar el aditamento que complementa
o atenúa a esa realidad, lo hacen en tanto que desde su carácter de atributo. Así que la realidad no es,
sino que viene conformada. ¿De qué? Obviamente de una serie de interpretaciones
subjetivas, que tienen su raíz no en la propia realidad, sino en la esencia de
aquél que vive, o sea, que interpreta.
Se pierde pues el presente en un deseo de soñar, aspirando a
ser futuro, y reconocemos y nos reconocemos en el futuro en tanto que usamos el
pasado como referente. De esta unión entre futuro (potencia), y el pasado
(hecho por excelencia), ¿puede acaso devengarse la suerte de paradoja según la
cual el pasado sería interpretable, o sea, puede cambiarse?
Nuestro presente más absoluto es una prueba evidente de lo
que planteo. La mera existencia de la palabra posverdad habría de despertar nuestra atención en el sentido de que
la existencia de la palabra amenaza con hacer crecer en nosotros la noción de
un concepto que si bien hasta hace un tiempo relativo, no suponía una amenaza,
hoy por hoy su peligro es una realidad que en términos cartesianos manifiesta
su evidencia de manera clara y distinta.
Es así que lo llamado
a ser real lo es tan sólo en la medida en que puede ser conceptualizado. El
proceso, por complejo que sea, reduce tal complejidad a la profusión de
palabras que sean necesarias para lograr la perfecta descripción de lo hecho o
percibido. Y las palabras si son instrumentos por naturaleza llamados a
evolucionar y ¿qué es la evolución sino una suerte de cambio elegante?
Confiando nuestra destreza para con la verdad a la que
rogamos no resulta vana esperanza de no perder la Razón (aunque paradójicamente para ello corramos el riesgo de
perder el seso), lo cierto que
tornamos en cordura lo que para otros no habría de ser sino aprensión sobre
todo a la hora de entender que los clásicos
identificaban la cordura nada más
y nada menos que con el palpitar sereno y
acompasado del corazón.
Razón y corazón encuentran así, de manera netamente natural,
un espacio en el que convivir de manera, nunca mejor dicho, elocuente. Pues no en vano es la
elocuencia la capacidad no tanto para convencer, como sí más bien para atraer
hacia los fueros que son propios del que la acción ha emprendido, sin que ello
repare en rastro de humillación para el que tal senda emprende.
Y como elemento y fuero, la palabra: Arma donde las haya,
capaz de tornar en cuerdo al siempre tenido por loco Don Quijote; herramienta que cuando es emprendida por Sancho, bien
puede tornar en genio al que hasta ese momento es tenido por vulgar (que no
soez) mentecato.
¡Decidme ahora si llegados a estos extremos, no ha de ser
sino la palabra el único arma capaz de solventar este entuerto! Pues ya sean
molinos que no gigantes, o pellejos de vino, la razón que unos y otros rezuman
contiene la savia de la última esperanza de regeneración que de todo esto ha de
regenerarse.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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