Condenado a vagar por el páramo de la soledad, ese en el que
el silencio se reconoce en la ausencia de eco, ese en el que la persecución de
la sombra se torna en necesidad que no en muestra de locura; el tiempo se hace
presente al materializarse cada instante no en el anhelo de fútil posesión, que
sí más bien en certeza de renuncia.
Porque no es el Hombre más que un concepto, y por ende a lo
sumo hacia el manejo de tales ha de tender cuando pretende hacerse dueño que no
de una parte de la realidad, sino a lo sumo del espacio destinado a contener el
cúmulo de vaguedades al que cada día puede tender una vez saciado el extraño
fragor que vivir supone, sobre todo cuando la superación de la ignorancia ha
servido como mucho para instalarnos en una suerte de certeza en la que no
existe nada capaz de saciarnos, en la que la mayor atribución redunda en la
esperanza de poder recordar un solo instante en el que, a falta de poder
definir la felicidad, podamos cuando menos recordar aquellos tiempos en los que
vivíamos ajenos a las desgracias.
Es el recuerdo la
única manera de parar el tiempo. La afirmación, inexorable por inaccesible, hace redundar en
toda su magnitud la certeza a partir de cuya asunción vienen a formar uno tras otro y por
redundancia, en orden, todas la variables llamadas a conformar ya sea por
naturaleza o por negligencia de ésta, los destinos y atribuciones en los que el
Hombre puede si no encontrar serenidad, sí por lo menos reconocer la inevitable
necesidad de la misma.
Pero está impregnado no en vano el recuerdo, de cierto
regusto a renuncia. Es el recuerdo esa sombra en la que sólo el anciano se
reconoce. Una sombra que, como ocurre con las cargas demasiado pesadas, con las
maletas demasiado llenas, entorpece cuando no abiertamente imposibilita el
comienzo de ese, el viaje de descubrimiento, hacia el que siempre debió estar
encaminada nuestra existencia.
Apostemos pues por esa otra percepción de la sombra, en
definitiva por esa otra percepción de
nosotros mismos, en la que como niños, casi jugando, aprendemos a
aprehenderlo todo, cuando la ausencia de prejuicio, cuando la ausencia de mochilas materiales no entorpece nuestro
devenir,
Es entonces el momento de ese niño llamado a descubrir su
sombra delante (porque el sol, agente irreductible de todo, incluso de la
formación de esa sombra), impulsa desde atrás las velas del barco en el que se erige ese niño; un barco cargado
de esperanza, capaz de conjugar el verbo desconocido (pues está sin duda
llamado a hacer cosas que nosotros somos incapaces siquiera de imaginarnos),
capar de declinar el sustantivo aún etéreo (pues sin duda alumbrará realidades
que para nosotros resultan hoy imposibles de materializar).
Porque una vez más, nuestro tiempo ha pasado. El ciclo se ha
cerrado, y el Hombre se ha visto superado por la realidad, como a diario es
superado por el sol en su tránsito desde el alba
hasta el ocaso. Y es precisamente
en la certeza del ocaso, una vez que el astro
rey nos ha superado, que somos conscientes de la enésima certeza que desde
el regodeo el Mito de la Caverna nos
regaló: la que pasa por entender que tener el sol el horizonte nos obliga a
cerrar los ojos, pues su brillo cegador nos satura.
Juguemos pues una vez más a ser niños. Y como niños no hagamos
de la rectificación trauma, sino reconocimiento de la nueva oportunidad que en
la superación de todo error se esconde. Reconozcamos en primer lugar nuestra
imposibilidad para superar nuestras múltiples carencias, tornando lo llamado a
ser dramático, en un ejercicio de reconocimiento.
Seamos pues, y en primer lugar, consecuentes. Y desde esa
original que no nueva posición, reconozcamos que si bien a niños no podemos
retornar, reconocer en nuestros actos los propios de los que portan almas
libres de prejuicios, sin duda que nuevas oportunidades nos brindará.
Volvamos pues a reconocer el mundo, y en lo que respecta a
cómo, pues muy sencillo, retornando a la formalización de los conceptos cuyo
dominio, o la falta de humildad que se esconde tras la premonición del que
realmente cree que domina algo, supuso el comienzo del fin, el establecimiento
del germen del que brota el mal cuyo drama hoy pagamos.
Tengamos pues la osadía de renombrar el mundo. Si el
pensamiento piensa ideas, hagamos de los conceptos llamados a contenerlas algo
más que meros cuando no vulgares receptáculos. Hagamos que las palabras sean en sí mismas, algo más que
accidentes de contingencia, para tornarse en realidades necesarias.
La ejecución efectiva de tal proceder, antes o después redundará
en la certeza de que las palabras son, en sí mismas, elementos competentes; o
en todo caso algo más que meros accidentes llamados a tomar la realidad del
concepto al que definen. ¿Cómo si no, sin palabras, puede el Hombre definir
todos y cada uno de los elementos destinados a componer lo que comprende? O
incluso en un paso más ¿Tiene el Hombre alguna otra manera de determinar las
fronteras que determinan su propia existencia, que separan su compendio del
resto?
Es la palabra, en sí misma y por sí sola, un instrumento
ampliamente poderoso. ¿Cómo aceptar si no la realidad que, terca se manifiesta
ante nosotros, cuando por sí sola es capaz de contravenir los llamados a
tornarse en objetivo del llamado a ser su portavoz? Para quien lo dude, que se
introduzca durante tan sólo un segundo en los monólogos que por ejemplo Sancho
protagoniza en la destinada a ser Segunda Parte de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, y que tras
sumergirse en ellos diga si resulta posible seguir sosteniendo la tesis sobre
la que la propia obra una y mil veces redunda, la que se empeña en decir que
Sancho es, a lo sumo, un mentecato. “Señor,
las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si
los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias: vuesa merced se reporte,
y vuelva en sí, y coja las riendas de Rocinante, y avive y despierte, y muestre
aquella gallardía que conviene que tengan los caballeros andantes…”
Y digo yo: ¿Pueden ser éstas palabras atribuidas a uno
llamado a ser tenido por mentecato?
Y qué decir, de lo llamado a hacer con la palabra, al
respecto del propio Hidalgo. Pues empecinado en todo la obra en mostrarlo como
un verdadero loco al que los sesos se le
han licuado de tanto leer novelas de caballería, al final de sus palabras así
como de sus actos hemos de reconocer, como por menester del propio Sancho que
hacemos: “Sin duda –dijo Sancho –que este demonio debe ser hombre de bien y
buen cristiano, porque a no serlo, no jurara en Dios y en mi conciencia. Ahora
yo tengo para mi que aun en el mesmo infierno debe de haber buena gente”.
Reconocemos y nos reconocemos en la palabra, manifiesto pues
no ya de meras voluntades, que sí de certezas y otras que de ser tenidas por
propias, permitirían sin duda reconocer con más prestancia al llamado a ser
tomado por Hombre.
Tal vez en ello, o en la negación como recurso de
razonamiento por absurdo; que acabemos por descubrir las causas que determinan
el porqué del recelo que cada vez con más fuerza separan al Hombre de lo
llamado a componer su naturaleza a saber, el pensamiento, expresado en la
palabra.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.