Vivimos en un mundo en silencio, a pesar de que ahora más
que nunca, sobran motivos para gritar. Vivimos en un mundo a oscuras,
precisamente ahora que pensamos nos envuelve la luz. Vivimos en un
mundo que no vive, precisamente ahora que creemos firmemente estar rodeados de
vida por todas partes.
Entonces, una única pregunta parece no ya emerger, como sí
más bien atrapar a todas cuantas podamos llegar a hacernos: ¿En qué medida
estamos realmente vivos?
En un aquí y en un ahora imperturbables; en tanto que nunca
como ahora el Hombre se ha creído dueño de sí mismo, lo único que
paradójicamente parece envolvernos a todos es la única certeza que no subyace
sino en la sempiterna duda, la que se esconde tras la problemática que supone
llegar a averiguar en vida si realmente se ha vivido, si se ha vivido correctamente.
Mas esa respuesta,
tal y como suele ocurrir con la mayoría de las cosas realmente importantes, nos
está vedada. O tal vez por ser más precisos, habría que señalar la imposibilidad
de llegar a ella por medios propios es
decir, por uno mismo. Más bien al contrario, el valiente que desarrolle la
osadía de plantearse abiertamente la cuestión, habrá de seguir profundizando en
la oscuridad propia de los caminos insondables, para terminar por concluir que
los actos no son, en tanto que no producen; y la capacidad para valorar la
adecuación de lo producido es algo siempre exógeno al agente instigador. Por
ello, la capacidad para valorar convenientemente los actos es algo que se
encuentra siempre en los demás.
Construimos pues un código de actos, y de la comparación que
establecemos entre éstos, y el más parecido a nuestra acción, extraemos una
suerte de paralelismo dentro del cual iniciamos la burda ilusión de pensar que
efectivamente podemos llegar a considerar por
nosotros mismos la valía de un acto que efectivamente ha sido llevado a
cabo por nosotros mismos.
En la constatación de ésta, y de otras parecidas
aberraciones, se basa el principio por el que podemos definitivamente aceptar
la prescripción definitiva de los parámetros en los que hasta relativamente
poco se asentaba la certeza en base a la cual vivíamos en lo que podría haberse denominado el Gran Momento de la
Historia.
Sin embargo, ha sido dejar que el Hombre tomara conciencia de tal hecho, y
comprobar sin el menor género de dudas el inicio de una alocada carrera cuyo
destino parece ser, ahora más que nunca, lograr de manera rápida, y con la
mayor eficacia posible, la total y absoluta destrucción del Ser Humano.
Lograr la absoluta erradicación del Ser Humano. ¿Acaso
alguien duda de que solo el propio Ser Humano es hoy por hoy el dotado para
lograrlo?
Desde los ancestrales tiempos en los que iniciamos el camino pasando De el Mito al Logos; hasta el día en el
que Copérnico renunció a la publicación de su Obra porque hubo de reconocer que
No es el orden sino la presunción de la
ausencia del Caos, y tal hecho es por naturaleza ajeno al Hombre; múltiples
han sido los procesos a los que el Hombre se ha sometido, ya fuera de manera
consciente o inconsciente. Pero todos ellos tenían un denominador común, el que
pasaba por aceptar la predisposición para aceptar el error, inmersa la tal
predisposición en la certeza inconsciente de que siempre habría un mañana, identificando como tal el tiempo y el espacio
destinado a erigirse en el nuevo escenario a partir del cual sería posible
llevar a cabo la reconstrucción de un nuevo devenir.
Sin embargo, si algo define con precisión la postura desde
la que se puede identificar cómodamente a cualquier individuo del Siglo XX,
postura que se ha agudizado en este principio del Siglo XXI, es la que pasa por
constatar hasta qué punto el Hombre se ha creído cada vez más cerca de la Verdad. Y esta ¿certeza?
ha redundado en una pérdida de humildad cuya máxima revisión pasa por la no
aceptación del error como una opción. De ahí que no haya espacio para las segundas oportunidades.
Conciliamos con ello poco a poco la respuesta a la mayor de
las preguntas que hoy podemos hacernos: ¿Por qué al Hombre Actual le cuesta
tanto vivir con sus semejantes? Tal vez porque realmente cada vez estamos más
lejos de considerar al otro como nuestro verdadero semejante.
¡Pero tal consideración es absurda! Dirán ahora muchos. Y
una visión del mundo actual no parecerá sino darles la razón. Sin embargo
bastará retornar de nuevo con esa misma visión, bastará con darle un poco más
de perspectiva, para comprobar hasta qué punto nunca como ahora hemos sido tan
conscientes, y lo que es peor, nos hemos esforzado tanto, en poner de
manifiesto esas que hemos llamado pequeñas
diferencias, que en realidad nos resultan imprescindibles no tanto para
diferenciarnos de los demás, como sí más bien para podernos recordar a nosotros
mismos cada día quiénes somos realmente.
Instalamos pues en el reconocimiento de la diferencia la
identificación de nuestra esencia. Lo hicimos primero cuando comenzamos a decir
quiénes somos, partiendo precisamente de las diferencias que encontramos para
con el resto de animales. Asentamos así pues nuestra identidad, y cuando el espacio que este concepto ocupaba
fue demasiado extenso, toda vez que dejó de encontrar satisfacción postergando
su actividad respecto de los animales; fue cuando comenzó a devorar a su
creador, pues pronto las diferencias que
permiten erigir la esencia de la identidad dejaron de surgir de la comparación
entre los animales y el Hombre, para pasar a estar entre los Hombres “en tanto
que tal”.
A partir de ahí, el camino ya no es que sea sencillo de
identificar, es que se transita por sí mismo. Aceptada la alusión a la
diferencia, comienza de manera inexorable la categorización de los sujetos
adscritos a la acción proclive a la misma. ¿Cómo? Acudiendo ahora de manera más
soez que nunca a esa Tabla de
clasificación antes mencionada. Una tabla de clasificación que
denominaremos Moral, o antes incluso Religión, en un vano intento de envolver
en perfume lo que de por sí no expele sino el fétido aroma en el que es
fácilmente reconocible la corrupción.
Porque de eso se trata, de la pestilencia de la corrupción. Una
corrupción que realmente lleva largo tiempo inmersa en nosotros, en tanto que
dio sus primeros pasos al abrigo de los nuestros. Una corrupción que por ser
plenamente identificable en nosotros, hace imposible la ubicación siquiera
excepcional de un solo hombre del todo libre de la misma, pues la mera
aceptación de la carencia de humildad, hecho implícito en la misma acción,
implica ya corrupción como tal.
A partir de ahí, las conclusiones son evidentes. El aquí y el ahora que al menos en apariencia,
nos ha tocado vivir; lleva aparejado una suerte de desinencia que manifiesta su
disconformidad en la permanente puesta de manifiesto de procederes del todo
inconexos, cuando no abiertamente incoherentes; el mayor de todos los cuales
parece resumirse en una frase: ¿Por qué si precisamente parece que vivimos en
el mejor de los momentos posibles, la certeza nos demuestra que el Hombre no ha
sido nunca más infeliz que ahora?
Como es de suponer, no tenemos respuesta a tamaña cuestión.
Lo único de lo que estamos seguros es de que una vez más, el tiempo se nos acaba. ¿Por qué? Pues porque de
constatar por la experiencia que la Historia nos proporciona que el Hombre ha
retomado la senda de la autodestrucción por la que en anteriores ocasiones ya
ha transitado; lo que en este caso hace más llamativo ese tránsito es la
certeza de que hoy como nunca antes el Hombre ha dispuesto de la capacidad de destrucción suficiente como
para lograr la en principio deseada aniquilación de su propio ser, comenzando
por su propia identidad.
A partir de ahí, habría que reconsiderar la cuestión: ¿En
qué medida no estamos realmente muertos?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.