Dice Maquiavelo en El
Príncipe, “que es en definitiva así que lo que permite discernir lo que es real
de aquello que forma parte de la ficción, es que sólo las situaciones ficticias
son deseables de ser convertidas en realidad.”
Desde la perspectiva de pensamiento que semejante tesitura
nos proporciona, bien puedo hoy, una vez que considero debidamente transcurrido
el tiempo suficiente como para poder decir que la excesiva ilusión no nubla mi
escaso entendimiento; que la conversación mantenida el pasado jueves con
Beatriz Talegón, ha supuesto en realidad la vuelta al reconocimiento de
valores, fenomenologías y por qué no decirlo, ilusiones, todo lo cual creía
ciertamente perdidos, en la tumultuosa encrucijada en la que hoy parece haberse
convertido la realidad.
Es el de Beatriz un discurso que manifiesta los alardes
propios de las grandes sinfonías. Así, la prisa que en principio le es propia a
la pasión, se ve sustituida de manera muy acertada por esa cadencia propia de
las grandes ocasiones, la de aquéllas en las que la única certeza pasa por
comprender que más pronto que tarde, la razón habrá de imponerse.
Y es así que sus palabras, adoptan a menudo la forma de
notas, que siguiendo por otro lado las consignas propias del concierto bien
elaborado, transitan, que no deambulan, sabedoras de que forman parte de un
compás perfectamente estructurado.
De semejante tesitura que, siguiendo el esquema vivaldiano, resulta imprescindible ser igualmente paciente
para, una vez disfrutada la tensión del primer
movimiento, irrefutablemente rápido, ser capaces de discernir la esencia, y
disfrutar desarrollándola en el movimiento central, aquél en el que, como pasa
con las buenas faenas, se deciden los trofeos.
Y es ahí precisamente, bajo la mirada atenta y escrutadora
de los entendidos, de los que
habitualmente ocupan los asientos del siete, donde los tiempos y los modos
propios del que sabe que tiene material, desarrollan con la textura del lujo de
la parsimonia; habrá de ser donde inexorablemente se decida la suerte que, en
el caso que nos ocupa, consistirá no en la obtención del aplauso fácil, cercano
a la lisonja. El
aplauso en este caso, como en las grandes ocasiones, está más cerca del
silencio. Tiene forma de murmullo, el murmullo previo a la expectación, y que
es el practicado por los entendidos. El murmullo de esos pocos que, mientras
que la mayoría del tendido, plagado por igual de plañideras y palmeros que se
dejan arrebatar por el tumulto levantado por cuantos se sienten encantados de
haberse conocido a sí mismos; terminan inexcusablemente por rendirse ante el
silencio por otro lado estrepitoso que circunda la convicción del que es
consciente que esa tarde, ha visto a alguien que sin duda, será un gran maestro.
Y es que, en definitiva, lo difícil no es llegar, sino
mantenerse.
Por eso, cuando en la noche del pasado jueves, y a lo largo
de cuatro maravillosas horas, deshojamos pacientemente junto a Beatriz Talegón
la margarita en la que hoy por hoy se ha convertido el panorama político
nacional, comprendimos que, efectivamente, hay
materia.
Hay materia, y lo más importante, la hay para tiempo. Porque
Beatriz representa la definitiva eclosión de una muy interesante generación
que, en tanto que superados los cismas que a
modo de Pecado Original parecían marcar genéticamente a todas las
generaciones previas, ha nacido libre incluso del recuerdo de los conceptos
rancios y casposos que coartan el desarrollo de nuestro país en lo que
concierne a muchas más cosas de las que nos imaginamos, o estamos dispuestos a
aceptar.
Beatriz Talegón es la voz de una generación verdaderamente
libre, sin herencias, carente de la
mácula que otros por más que les
pese poseen, o en el peor de los casos representan.
Ahí es donde paradójicamente redunda su desgracia. Una
desgracia que procede de comprobar que los
manchados, en contra de lo que otros cometimos el error un día de pensar,
no se encuentran perfectamente identificados. Unos manchados que desde uno y
otro lado de las trincheras ideológicas se
empeñarán en clausurar a cualquier portador de un discurso como el que el
jueves tuvimos la oportunidad de disfrutar, porque no cabe la menor duda de que
se disfrutó.
Un discurso que, en contra de lo que pueda parecer, no
necesita decir muchas cosas nuevas porque las esencias ya están planteadas. Un
discurso cuya fuerza redunda en decir de nuevo las cosas por su nombre. Un
discurso cuya esencia responde a la correcta localización de los principios. Un
discurso cuya vitalidad pasa por recuperar las ilusiones, sin la menor
necesidad de hacer de viejas ideas
banderas pasionales.
En definitiva, un discurso que parte de llamar al pan, pan.
De llamar al vino, vino.
Un discurso que nos enfrenta con la terrible realidad, la
que pasa por saber que el tiempo de las reminiscencias se acabó. Que ya es la
hora de asumir nuestra responsabilidad, decidir qué queremos, y lo más
importante, no escatimar un ápice en el esfuerzo que estemos dispuestos a
desarrollar para conseguirlo.
Por ello, una vez más, gracias Beatriz Talegón.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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