Detengamos un instante nuestros pasos, si podemos; miremos
durante tan sólo un segundo a nuestro alrededor, si nos atrevemos… y una vez el
instante se haya tornado en algo más que en el mero transitar de lo que a modo
de eufemismo llamamos tiempo, decidamos si estamos en condiciones a lo sumo de
plantearnos la que se manifiesta como la gran cuestión: ¿Es vivir amoldarse al
tiempo?
De cómo respondamos a la cuestión, o incluso a partir tan
sólo de cómo la planteemos, pueden devengarse no ya múltiples implicaciones,
que en la mayoría de ocasiones serán por sí mismas suficientes a la hora no ya
de identificar al Hombre, sino por supuesto, al contexto en el que éste se
desempeña como Hombre.
Si nos detenemos el
tiempo suficiente en lo que acabamos de decir, concluiremos que no hemos hecho
otra cosa que describir mediante un circunloquio lo que de manera más directa
podría definirse como vivir. Mas en
lo que respecta al motivo que justifica la flexión, el mismo queda
suficientemente rusticado en el hecho que hoy sirve como esencia a la presente
reflexión; que no pasa por otro lado que no sea el de constatar hasta qué punto
no son sino las reflexiones de nuestro protagonista las que están llamadas a
definir de manera distinta a como hasta ese momento se llevaba a cabo, lo que
por otro lado siempre había estado considerado como un hecho accidental. Antes de MARX, vivir era algo en esencia
inevitable, a partir de MARX, vivir se convierte en una suerte de permanente revolución,
una forma de perpetuo estado de negación en lo que concierne a la hasta
entonces irrefutable certeza llamada a tornar lo inexorable de la vida paradójicamente en lo destinado a
hacerla invisible.
Planteábamos al principio a modo de cuestión fundamental si
es el Hombre el llamado a cambiar el Mundo;
o si por el contrario es el Mundo el que desencadena el poder suficiente
como para cambiar al Hombre. No está en nuestro propósito dilucidar la cuestión
en uno u otro sentido; mas en cualquier caso no perderemos la oportunidad de
poner de manifiesto la que es a todas luces una verdad incuestionable, y no
sólo a título de procedimiento: De no ser por Karl MARX, el mero planteamiento
de una cuestión aparentemente tan evidente, hubiera sido imposible de llevar a
cabo. Y no por falta de procedimientos, sino por falta de ubicación contextual.
Se erige pues el
doscientos aniversario del nacimiento de MARX como un buen momento para traer a
colación no tanto lo magnífico de las afirmaciones de MARX, (pues ello
convendría de una capacidad para la que sin duda me confieso no preparado); que
sí más bien para aumentar si cabe la importancia de las mismas, de cara a la
comprensión de lo que sin duda estaba por
venir, una vez que de la comprensión del contexto, o de los cambios que
para el mismo supuso en este caso la irrupción de MARX; sirven para atribuirle
al mismo el poder suficiente para comenzar a contestar a cuestiones como las
que, insisto, dan pie a la presente reflexión.
Porque si en algo podemos estar seguros, es de que antes de
la irrupción de MARX en el escenario Político y por ende Filosófico (pues e
ambos tendrán sus reflexiones consecuencias inexorables), la cuestión al
respecto de los protocolos que al Hombre ha de desarrollar para, digamos, cambiar
el mundo; era sencillamente absurda toda vez que no es sino hasta que la Sociedad Occidental comprende los protocolos sobre los que MARX teoriza (comprensión
que inevitablemente pasa por la adopción de una nueva perspectiva de conceptos
como el de responsabilidad) que era
virtualmente imposible apreciar en el Hombre una verdadera capacidad (ya fuera
ésta actitudinal, o procediera del aprendizaje) disponible para cambiar el
mundo.
La causa es evidente. MARX no cambia al Hombre, MARX no
cambia al mundo. MARX cambia para siempre la forma que el Hombre tiene de
relacionarse con el Mundo.
Antes del Siglo XIX, el denominador común destinado a
definir el precepto se basaba en la conjugación del término inexorable.
Vivía el Hombre, o por ser más exacto, vivir era percibido como un lento y casi
siempre terrible transitar en el que nada se podía hacer, y del que era
imposible escapar.
Ante semejante tortura, escenificación máxima de la más
elevada de las formas a las que la
alienación puede optar, el más cruel de los juegos que el ser humano puede
llegar a imaginar conducía a un relato en el que la costumbre había llevado a
aceptar como inevitable la que no es sino la más terrible de las traiciones, la
que lleva al Hombre a traicionarse a sí
mismo al asumir la vida como destino, cambiando la belleza del riego asociado
al ejercicio de la Libertad, por el sórdido y mortecino menester al que tiende
una vida basada en la conjugación predecible del destino.
Porque al final del trayecto, sea éste más o menos largo,
esté o no rodeado de calamidades y dolor; la mera existencia de tales, a priori
malos, no harán al final sino evidenciar lo que a partir del Siglo XIX (el
siglo de MARX entre otros), regalarán al Hombre.
MARX cambia el mundo. Y paradójicamente lo hace sin tocarlo. MARX no crea herramientas
con tal fin. La genialidad de MARX pasa por el logro de una conceptualización
en la que la legitimidad del Hombre para modificar el Mundo no sólo es
incuestionable, sino que es necesaria.
Aporta MARX el contexto, y dado que los componentes
inevitables de éste son siempre Tiempo y Espacio, de ello bien puede
dilucidarse hasta qué punto los logros de MARX influirán en la manera que el
Hombre tendrá a partir de entonces de pergeñar lo que con tales ha de llevar a
cabo. Mas superada la impresión son las derivadas que se suscitan las que están
en disposición de hacernos ver, o a lo sumo intuir, la magnitud de las nuevas
certezas que una vez desentrañado el mensaje marxista, aparecen ante nosotros.
La primera de ellas surge casi de manera inevitable: El que
ahora surge como lógico sueño de libertad que atesora todo individuo por el
mero hecho de ser Hombre, terminará por fructificar bastantes años después en la DECLARACIÓN UNIVERSAL DE LOS DERECHOS HUMANOS, comienza a emerger ya aunque al principio lo
haga de forma un tanto tímida, en las formas de comportamiento que comienzan a
apreciarse en el seno de los que componen esa nueva realidad. Revolucionaria
tanto en su forma de actuar como, lo más importante, en su forma de pensar.
Nos damos así casi de bruces con que la conclusión tácita
que surge del desarrollo procedimental de unas teorías que por innovadoras lo
son incluso a la hora de someterse a los cánones de un proceder que, en su
caso, se vuelve irracional a la par que opresivo. La causa es evidente, se
trata tal vez por primera vez desde la aceptación del colapso del escenario en
el que Los Clásicos se sentían
cómodos, de una teoría completa, llamada a unificar al Hombre con el Medio que
le resulta natural.
Porque ahí reside la clave del éxito de MARX, en centrar el
éxito de lo que se espera del Hombre dentro de un catálogo asumible (por ello
no sólo conceptual), en el que el
trabajo, entendido no como sufrimiento sino como fuente natural de la
satisfacción que el Hombre alcanza modificando
el medio, corrobora en el desarrollo del menester la consecución del fin
último a saber, la felicidad por medio de la aprehensión.
El resto es, nunca mejor dicho, evidente. Tanto que se torna
en casi una obviedad. Así como el pintor modifica un paisaje una y otra vez por
medio de pinceladas que son tanto más sutiles cuanto más se aproxima a lo que
constituye su ideal; sólo la esencia del cambio promovido consigue evidenciar
que no sólo el cuadro, sino también el autor, ha sido presa de ese cambio.
Un cambio que no sólo se evidencia, sino que hace
imprescindible la redefinición de todos y cada uno de los componentes llamados
a ser trascendentales en el desarrollo del cuadro (un retrato en este caso pues
no es sino de El Hombre en toda su magnitud de lo que estamos hablando). De ahí
la trascendencia de lo expuesto. Es así que MARX no se limita a teorizar sino
que sus consideraciones, sometidas a priori a la interpretación de la Ética,
vienen en realidad a querer influir de manera efectiva en la conformación de
una nueva Moral la cual, de manera
activa, modifique los preceptos que regulan no ya la forma de ver la vida, sino
abiertamente la manera de vivir.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.