Compleja es, sin duda, la misión que el Hombre como tal
tiene encargada. Asumida, que no aceptada, debe éste de encomendarse cada día a
su intuición, pues no en vano vivir no solo no es fácil, sino que tal y como
queda patente a menudo a la vista de las innumerables dificultades que jalonan
el mencionado proceder; se ve el Hombre obligado a ir un poco más allá, a dotar de un plus a lo que de otro modo
habría de suponer una mera superposición
de estados y momentos, (algo que, de aceptarse, redundaría el espacio del Hombre a algo tan
excesivamente natural como lo dispuesto
por y para la Geología), en base a lo cual los instantes no vendrían a ser sino
la superposición de estratos que la
teoría nos enseña; reduciendo tal vez hasta
un valor de cero lo que nos ha sido encomendado como la más importante de
las tareas a saber: la de convertir cada forma del tiempo en un instante,
impidiendo con ello que vivir sea solo un transitar, obligándonos a convertir
en arte lo que para todo lo demás no es sino devenir, tal y como se desprende
de la noción de conciencia.
Sea por suerte o por desgracia, el paso del tiempo no ha
servido sino para refrendar esta certeza. El paso del tiempo, superada su mera
percepción cronológica, ha ido poco a poco perfilando una suerte de dudas que
lejos de proporcionar respuestas no han hecho sino evolucionar hacia otras
preguntas cuya mera semántica nos ha ido conduciendo por una senda cuya mera
interpelación ha redundado en la certeza de saber que para lograr siquiera intuir al Hombre, harían falta otras
disciplinas, o quién sabe si una combinación de varias, a partir de las cuales
emitir las interpelaciones destinadas a obtener las ansiadas respuestas.
Asumiendo que la complejidad del Hombre ha de proceder de
algo más sólido que los argumentos basados en la existencia de la propia noción
(la consciencia); habremos de conducir nuestros esfuerzos en pos de aquello llamado a mostrarnos lo que de
verdad nos diferencia, pues si de verdad somos en tanto que al contrario de
lo que les ocurre al resto de seres, nosotros sabemos que somos; pobre tributo
le queda redundar a la humanidad si solo una mención cuantitativa le cabe al
mundo esperar de nosotros.
Es entonces cuando la noción de ese plus, la capacidad para
discernir, materializada en el recurso destinado a hacernos propensos a
diferenciar el bien del mal, (la
conciencia), acude a nosotros como respuesta a la primera de esas cuestiones
imprescindibles, llamadas en todo caso a ser estructurales, en tanto que
propensas a la transcendencia.
Tenemos así que lo que una vez bien pudo ser un proyecto
evolutivo, alcanza grado de realidad cuando se erige en proceso terminado al
poder identificarse con la noción de consciente
de su conciencia.
Reducido el intervalo de tiempo necesario para semejante
logro a la percepción de las consecuencias que el mismo tiene para la realidad;
suprimir todo el proceso en tanto que reduciéndolo a lo vivido en las últimas
horas, supone un ejercicio de tal complejidad que de llevarse a cabo, ha de ser
bajo circunstancias que garanticen el cumplimiento de las mínimas normas, pues
no en vano la incidencia de lo acontecido en las últimas horas en Barcelona
pone de manifiesto una suerte de complicaciones hasta el momento ni siquiera
valoradas toda vez que el análisis de las consecuencias de tales hechos, así
como la magnitud de las acciones que las han deparado bien pueden desentrañar naturalezas humanas cuya
complejidad sea de tal calibre, que si mero análisis y por supuesto su
comprensión no sea pertinente si aducimos en exclusiva los medios de los que
hoy por hoy disponemos.
Retornamos pues a la complejidad, pues solo tras la
abstracción que la misma supone podemos llegar a aceptar sin remordimientos la
presencia de esa ignorancia otras veces negada, y que ahora se presenta ante
nosotros en toda su extensión. Pues no es que seamos ignorantes para comprender
los oscuros misterios de los agujeros negros, ni siquiera se nos pide que
sondeemos en la profundidad del universo. Aquello en lo que mostramos nuestra
absoluta ignorancia, aquello en lo que estamos llamados a fracasar es en ser
capaces de sondear el alma de aquellos que por medio de su vil comportamiento
parecen empeñados en negar incluso que sean nuestros semejantes.
Y no es sino que a través del atisbo de imposibilidad que
para tal logro se anticipa de perseverar en el error manejando la cuestión a
través de los medios hasta el momento empleados (lo que supondría emplear
recursos cuantitativos para solucionar consideraciones cualitativas), que a
todas luces la Geología, empleada hoy como metáfora, queda a todas luces
superada si de lo que se trata es de comprender al Hombre como algo más que el
resultado de una mera superposición de
estratos.
Una vez más, tal y como ha venido ocurriendo a lo largo de
la Historia, la respuesta siempre estuvo a nuestro alcance; o si no, al menos
sí lo estuvieron los medios para acceder a la misma.
El esfuerzo necesario en este caso, el necesario para llevar
a cabo una mera concesión, la que pasa por aceptar que la intuición, entendida
como capacidad para llevar a cabo transiciones desde lo ideal, puede ser válida de cara a reconocer al Hombre, interpelando
desde la misma en la búsqueda de esas disonancias que de existir, son de tal
profundidad que acreditan la dificultad para el reconocimiento del sentido de humanidad en quienes tan firmemente se
empeñan en negarlo.
Intuiremos así pues vagamente la existencia de otras formas
de entender la realidad, de otras formas de comprender la vida, incluso de
otras maneras de conciliar la relación del Hombre con sus semejantes,
precisamente cuando tal relación ha de concebirse desde la diferencia.
Tal vez a partir de ahí podamos conciliar el dilema. Un
dilema que pasa por entender cómo es posible que siendo todos iguales, podamos
conducirnos para con nuestro prójimo de manera tan diferente.
A la espera de mejores tiempos, tal vez haya que renunciar a
saber, para empezar a intuir.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.