Abrumados por los profetas de la sinrazón, postergados en
nuestras catastrofistas reflexiones no ya tanto por los que postulan un
desatino en lo que habrá de venir, como sí más bien por los que se empecinan en
distraernos de nuestra primera y
básica obligación, a saber la que pasa por saber transitable no tanto la
travesía que habrá de venir, como sí más bien la que hace referencia a la
superación de la corriente que ahora mismo amenaza con arrastrarnos con su
impetuosa fuerza; es cuando al contrario de lo que parece ser lo comúnmente
expuesto que yo voto por pararnos, valorar y, si no supone un esfuerzo
demasiado grande (en realidad si no es así es porque no merecerá realmente la
pena), reflexionar en pos de encontrar no tanto respuesta a lo que parece está por venir, sino más bien a lo que constituye ya en sí mismo una realidad clara
y distinta. Pese a quien pese, hoy por hoy, la única realidad.
Inmerso en un proceso de permanente evolución, el Hombre Moderno, o por ser más concisos,
la idea de que de sí mismo éste tiene, transita por un proceso que se inicia
con su propia superación, para terminar alcanzando una suerte de clímax al que
se llega cuando en principio no ya él mismo, sino más bien el análisis pormenorizado de las circunstancias en las que incurre su
devenir, arrojan sobre él la conclusión de su preponderancia, amparada en
una suerte de exclusiva consideración.
Abrumado entonces por abrumarse, el Hombre Moderno sufre una
catarsis. Es entonces cuando, teniendo claro quién sabe si por primera vez la
dirección en la que ha de encauzarse la búsqueda de sus principios, toma las
primeras decisiones las cuales no por viscerales, apuntan a tener consecuencias
menos estructurales.
Así que de manera parecida a cuando Saulo se cayó del caballo, la realidad, o al menos la
interpretación que de la misma estamos capacitados para hacernos, surge de
manera aparentemente clara y distinta, conciliando
no tanto en torno a sí misma, cuando sí más bien en torno al especial modo de
acceder a la misma; alimentando de manera evidente una suerte de consideración
amparada en la especulación, que hará de la persecución
del futuro no ya la más adecuada, a saber la única disposición hacia la que
habrá de tender el Hombre.
Se suprime pues la conversación, para abandonarnos a los
deseos. Se renuncia al valor absoluto de lo que es, para apostar por la
inseguridad de aquello que puede, o no, llegar a ser. El presente queda
reducido a un testimonio, el futuro es en sí mismo el único tiempo verbal en el
que se permite conjugar la vida.
Así y solo así, desde las consideraciones propias de un
mundo real, que parece más bien de Ciencia Ficción podemos, de alguna manera,
aspirar no ya a vivir de manera coherente, lo que hoy resulta toda una utopía;
como sí más bien a convertir en transitable
un presente que está lleno de obstáculos, la mayoría de los cuales han sido
puestos por los mismos que hoy aspiran, otra vez, a erigirse en los capitanes
que habrán de llevar a puerto el barco en el que todos nos hallamos.
Y en medio de la chanza, como prueba máxima y a la sazón
evidente de la perversión en la que nos encontramos instalados, la
prestidigitación se abre paso como mecánica competente para desentrañar el
último de los misterios, el destinado a explicarnos la última estafa. La que
pasa por constatar como nos han robado el presente, a base de prometernos el
futuro.
De la ilusión no como posibilidad premonitoria, sino como
falacia especulativa.
Luis Jonás VEGAS VELASCO,