Al principio fueron tan solo unas grietas. Como en el
estreno del transatlántico Titánic, todos
estaban seguros en mayor o menor medida de que efectivamente, ni el mismísimo Dios podría dinamitar aquel proyecto. Y
sin embargo ya en el estreno, y en este caso a la vista de cualquiera que
tuviera no ya el ojo técnico sino
sencillamente los arrestos suficientes; la huella del mal, inherentemente
presente, palpitaba desde su génesis, anhelante, y no por ello menos furibunda,
a la espera como en tantas otras ocasiones de que la ocasión, que sin duda
habría de presentarse, acudiera a la cita que el destino había una vez más
orquestado.
Y las grietas crecieron. Bien por falta de experiencia, o
quién sabe si como resultado de la enésima muestra del orgullo mal entendido
que desde el siglo XIX alimenta el mal llamado alma de los que aquí tenemos
habitación; nadie tuvo la gallardía o a lo peor los arrestos, de denunciar al
arquitecto. Evidentemente el ruido de los aplausos con los que se celebró el
instante en el que la polvareda que nos había convulsionado en 1945 actuó de
silenciador del presente, y tal y como ha quedado puesto de manifiesto porque
si algo parecía quedar claro es que nunca más habríamos de ser objeto de los
desmanes de una tormenta como la que
azotó al “Hotel Europa”. Terrible
tormenta, no en vano se prolongó a lo largo de toda la primera mitad del siglo
XX y lo que es peor, algunos pensamos que su génesis se hallaba ya impresa en
los planos que los arquitectos se trajeron de anteriores hoteles, los que jalonaron el siglo XIX.
Un hotel. Eso y nada más es a lo que a estas alturas creo ha
quedado reducido el proyecto europeo. Eterno proyecto, qué duda cabe. Un
proyecto impregnado de falacias, de medias verdades que no tanto de
mentiras; tal vez porque después de lo
de 1945 unos y otros comprendieron el riesgo que se corría si perseveraban en
el único hábito en el que todos han demostrado ser muy hábiles; el que pasa por
mentir al pueblo convencidos de que así perseveran en su única primacía, la que
pasa por mantenerse convencidos de que ellos lo son, cuando su deber pasa, a lo sumo, por defenderlo.
Sencillamente un hotel. Porque nunca nos hicieron
partícipes, porque siempre se guardaron un
as en la manga convencidos, qué duda cabe, de que todos los que no
pertenecíamos a su extracción social (lo
de casta no me parece adecuado, sobre todo porque alguno lo aprovechará para
desprestigiar esto así como lo que venga detrás); estábamos genéticamente incapacitados para entenderlo.
El tiempo ha pasado. Los viejos tapices, propios de los
castillos nórdicos, se han apolillado. Hace años que nadie transita por las
alfombras majestuosamente extendidas a lo largo de los pasillos que comunican las
otrora señoriales habitaciones de la planta
noble. Los antaño transparentes vidrios yacen
hoy cubiertos bajo una capa de un dedo de polvo sabiamente esculpido en pos
de facultar a los que desde dentro juegan a tener su propia realidad; a la cual
colaboramos dibujando una paradójica
realidad inventada, en la que sus protagonistas se sienten no solo cómodos,
cuando sí más bien ampliamente encantados.
Y mientras el tiempo, mimetizado en las grietas, juega al
escondite con la moral de los lacónico intervinientes, más agrietada si cabe. Y
tal y como pasa con las enfermedades víricas, en las que el causante puede
permanecer latente, sin detener por ello su proceso de mutación; el proceso
infeccioso se reanuda, con mayor virulencia si es que tal hecho fuera posible.
Como ocurría en las antaño grandes mansiones, el derrumbe
venía de las umbrías y por ello
tendentes a la humedad estancias habilitadas como bodegas. Hoy, tales espacios
están reservados para las bibliotecas. Y si entonces eran las botellas de incluso grandes caldos las que se
echaban a perder por falta de paladar; hoy son los grandes tratados sobre los que antaño descansaron los principios de
éste y otros como éste edificio; que llevan siglos fracasando. La causa, la
misma: seguimos sin tener paladar para disfrutar de ciertos caldos.
Al final, en ésta, como en otras grandes ocasiones, el ruido
que a priori habría de acompañar lo que parecía ser un gran desastre, queda
amortiguado por el mal llamado talante de los que nos gobiernan, que es a la
vez la traducción perversa de lo mal traducido como paciencia de quienes hemos de soportar a nuestros gobernantes.
El polvo se ha disipado. Por primera vez desde 1945 nos
enfrentamos al verdadero colapso de una de nuestras realidades. Mas al
contrario de lo acontecido en la Europa de entonces, aquí no queda nada, ni tan
siquiera escombros. Todo porque la mentira no hace ruido, no presenta sombras,
no deja rastros. Y en la peor de sus versiones se mimetiza con la verdad, la
cual adopta ahora forma de plañir, a saber la más miserable de las excusas.
El Gran Hotel Europa se ha derrumbado. Y a los que en él
creímos, como ocurre con una mala inversión en Bolsa, solo nos deja el recuerdo
de lo que pudo llegar a ser, y un recuerdo en forma en este caso no de recibo,
sino de papeleta electoral guardada en el fondo del bolsillo desde aquél ya
lejano día en el que se nos citó para participar del otro gran derrotado en
todo esto a saber, el espíritu democrático.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.