Sucumbe una vez más aquél que en este caso ejerce de Hombre,
a una de las más viejas pasiones, y viene a hacerlo en este caso ejerciendo de
una de esas maneras que bien podríamos todos de considerar cuando menos, como
poco procedente, ni con el momento, ni con el tiempo elegidos.
Es así que, como suele ocurrir a menudo con la fenomenología
que atribuíos a la forma, es ésta la que se encarga de recordamos que a
menudo, es la Estética si no tan importante como la Ética, sí
cuando menos tan responsable como ésta a la hora de convertir en
desaconsejable, y por ello en fuente de error, un comentario que ni tan
siquiera a priori puede tener ni siquiera viso mínimo de razón de
ser.
Porque es precisamente en tal catálogo, en el de las
chanzas, en el de los jolgorios que han de ser pronunciados convenientemente
cubierto por el chambergo, o simplemente en el de las maquinaciones pecaminosas
no tanto por ser pensadas, cuando sí por tener la desvergüenza de ser
pronunciadas en público; donde sin duda ha de ser almacenada esta perla, con la
que el hoy Rouco a secas, se nos ha destapado definitivamente.
La pregunta es, a estas horas, bastante sencilla, y su
respuesta no debería resultar para nada aparatosa. ¿Es ésta la postura de
ROUCO, o es realmente la postura de La Iglesia Española ?
Pero claro, retomar esta cuestión en la actual España , (en
tanto que gobernada por la Derecha digo), y hacerlo precisamente un uno de
abril es, cuando menos, algo desaconsejable. ¡Miren qué curioso! ¡De nuevo la
cuestión formal reluce, y no les quepa duda de que lo hace en todo su
esplendor!
Porque llegados a este momento que a nadie se le escape, las
formas han vuelto a ser no solo
importantes, sino abiertamente fundamentales. Porque a eso, a una mera
cuestión de formas podría ser reducida la que denominaremos segunda cuestión de
Rouco, de no ser porque ésta tiene lugar en mitad de su Acto de Servicio,
un acto, no debemos olvidarlo, que se halla vinculado inexorablemente a
una verdadera y cierta Cuestión de Estado.
Porque es ahí, ni tan siquiera en ninguna otra parte, donde
habremos de buscar no tanto la importancia, como sí la manifiesta improcedencia
de la afirmación rocambolesca, desdentada y ruin, con la que el personaje quiso,
no sabemos si regalar los oídos a algunos (sigo dándole vueltas al hecho de que
ni uno solo de los participantes en el acto, ni miembros del Gobierno, ni altos
representantes del Partido Popular arrugaran ni siquiera el gesto), o
ampliar, sencillamente, su ya expresamente dilatado currículum en esto
de decir barrabasadas.
Sin embargo, no obstante, la calidad de la aberración, la
intensidad del bramido, se me antoja de tal calibre que, con el debido
respeto, dejarlo pasar aplicando la misma condescendencia que aplicamos cuando
juzgamos una novatada; se me antoja un acto de una irresponsabilidad
tal, que, ciertamente, me niego tan siquiera a valorar como viable.
Y no solo porque el señor no es un chiquillo, no en
vano peina canas, cuando sí más bien porque este señor representa, o eso creen
algunos, a una extensa comunidad de españoles los cuales han depositado,
nada menos que su fe, en elementos tenedores de la catadura moral del
que referimos hoy su última hazaña.
Porque por ahí es, precisamente, por donde hemos de comenzar
a buscar el presunto origen racional, si es que lo tiene, o siquiera alguna vez
lo tuvo, de este desvarío que viene a ser perpetrado a partir de la sinrazón
que supone conciliar en un acto religioso, algo que nunca debió de escaparse a
los cánones propios y preceptivos de un acto pura y sencillamente oficial.
Porque ahí es donde radica, otro de los elementos que nos
llevan a convertir en casi reiterativos los esfuerzos empleados a la hora de
someter a la consideración del mundo el hecho de que el propio mundo, no está
compuesto, ni con mucho, solo de Católicos. Es más, tal y como cada vez queda
más puesto de relevancia, cada vez su número es objeto de mayor detrimento.
Pero lejos de caer en el error de jugar a su juego, o dicho
de otra manera lejos de jugar a un juego
en el que imperan los dogmas, con alguien que se muestra abierto precursor de
los dogmas; lo cierto es que las palabras del Cardenal Arzobispo de Madrid son
escatológicas no solo por la forma, sino es este caso incluso más, por el
tiempo en el que las mencionadas han sido pronunciadas.
Así, en un ejercicio estrambótico, propiciado de manera
funesta por los caprichos de Crhonos, lo cierto es que hacer coincidir
en el Funeral por Adolfo Suárez, en una homilía, palabras de homenaje a la
reconciliación, con un funesto mensaje apocalíptico, es algo propio tan solo de
alguien genial, o en el peor de los casos de alguien que se cree verdaderamente
genial, con la salvedad de que se ha olvidado de contrastar con alguien
semejante hecho.
El Tiempo, propiciatorio por otra parte de grandes marcos de
idoneidad, se muestra en este caso impasible a la hora de cercenar cualquier
intento de dotar de plausibilidad conceptual las palabras pronunciadas por el
Cardenal Arzobispo, toda vez que la gran aliada de éste, a saber la
cronología, lejos de ayudar, en este
caso, no viene sino a empeorar francamente las cosas.
En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han
alcanzado las Tropas Nacionales sus últimos objetivos militares. La Guerra, ha
terminado.
Burgos, Primero de abril de 1939...Año de la Victoria.
Porque de esto es, en última instancia, de lo que se trata.
De un país dividido, que no podrá unirse en tanto que no comience por reconocer
la existencia tanto de la fractura, como de las causas que la precedieron.
De un país dolido, en el que el Primer Año Triunfal lo
fue, pero fue sobre todo el primero de cuarenta destinados en la mayoría de los
casos a cobrarse una venganza que a ojos de multitud de especialistas
cuenta con multitud de consideraciones que servirían para creer firmemente en
la cuestión del genocidio, en tanto que una parte del Pueblo conspiró en pos de
la manifiesta desaparición del otro medio.
Y mientras, en ello, con un papel protagonista, La Iglesia. Una Iglesia
que siempre estuvo del lado de los vencedores, no en vano aguantar un negocio
durante más de dos mil años requiere de mucha cintura. Una Iglesia
que cada día, unas veces con sus actos, otras con sus silencios estridentes, se
empeña en poner de manifiesto que no es ya que sume o que reste. Es que
sencillamente divide.
Es por eso por lo que si cabe, las palabras de Rouco
resultan aún más improcedentes. Porque más allá de los bostezos de Posada, o de
la actitud hierática de Sáenz de Santamaría, lo cierto es que no ha sido para
esto para lo que se le ha dado vela en este entierro.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.