Asistimos con indiferencia, y con franca determinación qué
duda cabe, al proceso por el que de manera lenta, a la vez que inexorable, todo
lo que conocimos, y que hace algún tiempo, aunque parezca increíble no muy
lejano, constituyó nuestra realidad. Aquélla que jamás creímos podría dejar de
existir.
Siendo víctimas una vez más, como por otra parte se viene
repitiendo desde que el Hombre es Hombre,
el mal de la perspectiva, descifrado
en términos de Sociología como aquél que se cifra en la incapacidad de un
individuo de atisbar el grado de impacto que las circunstancias tienen sobre el
momento histórico del que es contemporáneo, cifran un protocolo de actuación
comparable al de el surfista que, una vez montado sobre la ola que le
corresponde, tan solo puede cabalgarla, manteniéndose inalterable ante
cualquier modificación que se pueda dar en la misma, haciendo en tal caso bueno
el dicho de que el ignorante ha de morir tal como también ha de hacerlo el erudito,
con la diferencia de que la probabilidad de que éste lo haga en la felicidad,
es proporcionalmente mucho mayor.
Desde semejante aproximación, nada puede ya obviar el franco
tinte de fatalismo que preside la redacción de las presentes líneas.
Decepción, abulia, apatía; conforman sin el menor género de
duda el talante del que las presentes rubrica. Y no proceden tales sensaciones
de la constatación efectiva de los efectos que la larga cadena de calamidades
ha ido promoviendo en mi derredor. Se deben más bien al efecto, o tal vez
convendría decir a la ausencia de éstos, que las mismas han causado en el común que me rodea.
Asistimos a la muerte definitiva del sistema. Tal
afirmación, habiéndose dado si no con la misma, sí con parecida autoridad,
causó hace no mucho poca o más bien ninguna sensación. La misma procedía de un indocumentado, dado quién sabe si a las tautologías (o verdaderamente quién sabe
si a algo peor.) Pero para franca desgracia de todos, tales comentarios se han
visto desbordados.
Hoy ya nadie cuestiona el colapso del Sistema. La discusión
se centra, a lo sumo, en el grado de desaparición del mismo.
Y como ocurre en todos los grandes colapsos a los que la
Historia ha tenido a bien invitarnos, éste procede, como no podía ser de otra
manera, de la acción concatenada que ha tenido el desencadenamiento de
variables neta y absolutamente internas.
La corrupción, en sus diversas variables y acepciones (ya da
igual personas que Partidos). La pérdida de confianza en las instituciones,
(véase la actuación de estructuras como el Tribunal de Cuentas en su control de
los Partidos, o la dejación de funciones
cometida por entes como El Banco de España a la hora de anticiparse a
situaciones tales como las desencadenadas a tenor del asunto
de las preferentes) nos llevan irreversiblemente a dibujar un escenario en
el que la más que evidente situación de coma permite mantener en estado de suspensión la vida del paciente toda
vez que la franca irresponsabilidad que demostramos aquéllos que formamos parte
del propio Sistema, lo promovemos cuando no lo justificamos, haciendo bueno el
lema de que cada Pueblo tiene el Gobierno
que se merece.
Pueblo y Gobierno, dos conceptos hoy por hoy
impronunciables, hasta el punto de que resulta complicado ubicarlos de manera
coherente en una frase (iba a ceder a la tentación de poner en una oración.)
Todos los puentes se han caído. Los nexos se han roto. La
ficción en la que hemos permanecido cómodamente instalados desde 1978 se ha
venido abajo, dejando traslucir el cambalache
desde el que todo estaba montado. Y lo que es peor, lo ha hecho para dejar
a la vista los hilos desde los que se
movía a las distintas marionetas.
La función se terminó. Decía uno de los grandes que lo que diferencia una gran obra de teatro,
del resto de obras, es la sensación con la que a la mañana siguiente se
despiertan los espectadores. Si la realidad te abochorna, es porque el teatro
es más creíble. Y a tales ciernes nos mentamos, a las del proceder según la
cual, tirando de esquemas y preceptos hasta ahora viables, hemos de esperar a
que mañana vuelva a haber función.
Pero no, como ocurría con La Barraca, precursora luego de tantas otras, la única certeza que
podemos tener una vez finalizada la actual función, es la que pasa por saber
que mañana habrá carretera y manta.
Será entonces cuando, en un nuevo alarde de profesionalidad,
algunos actores lleguen a plantearse la posibilidad de volver a trabajar a cambio de nada. Renunciarán, una vez más, a su
sueldo, considerando que, en base a esos oscuros principios que por otra parte
traducen lo más profundo de nuestra conciencia, el mero hecho del placer por la labor bien cumplida, será
suficiente premio, aunque solo sea para disimular que la incapacidad de
afrontar la realidad, constituye por otra parte un castigo inmerecido.
Nos rendiremos de nuevo, una vez más, al Parnasianismo. El Arte por el Arte, como
constatación efectiva de otra más de las múltiples ocasiones en las que el
Hombre magnifica su propia diferencia, haciendo buena, una vez más, su
incapacidad para definirse a sí mismo con absoluta certeza.
Y entonces, puede que vuelva a salir el Sol.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.