Nos sorprende la actualidad, conmocionándonos hasta el
extremo de logar enfrentarnos a nuestros miedos con armas aparentemente
modernas, para luego comprobar que, no obstante, el origen de los mismos se
encuentra poderosamente enraizado en nuestro más indolente pasado. Se conforma
así la obra de RL STEVENSON, sin duda como uno de los fenómenos más importantes
de cuantos tuvieron lugar en la Literatura del Siglo XIX, ampliando esta
afirmación no solo al campo de lo atinente a lo escrito en Lengua Inglesa, sino
que sin el menor género de dudas, podemos extender la afirmación a todo el
territorio conceptual de La Vieja Europa.
Tanto es así que, además de constituir sin duda una de las
obras culmen en el catálogo de su autor, nada más y nada menos que R. L.
STEVENSON, resulta importante constatar que la obra alcanzó fama incluso en lo
que constituye el presente que le es
propio, esto es, aún en vida del autor.
Si bien la obra se halla escrita en un tiempo coherente con
el que forma el presente del hilo argumentar, la obra fue publicada en 1886; lo
cierto es que tanto los innovadores conceptos que trata, como en especial el
punto de vista abierto desde el que los trata, llevaron irreversiblemente al
autor a esconder, o más bien a disimular, el alto coeficiente emocional, pero
sobre todo de conciencia, que rodea e
incluso protagoniza la obra.
Escrita en plena Época
Victoriana, la predisposición netamente psicológica de la obra, choca de
plano con unas concepciones formalistas propias de la época en relación a las
cuales las obras del propio Dr. FREUD ya habían comenzado a levantar ampollas en el seno de una
sociedad en la que el relativismo
psiquiátrico resulta ser, poco menos que una exigencia.
Cerca de lo que luego será Trastorno disociativo de identidad, El/los personajes se moverán
dentro de un áurea de misticismo más propio del hecho de que la época en la que
transcurren tanto la acción como la redacción de la obra, obligan al autor a
unos giros un tanto recargados, cuando no
rocambolescos, destinados tal vez a no presentarse ante la sociedad, y en
primer término ante su mujer (quien siempre leía sus manuscritos a modo de
primera correctora); como un verdadero loco, cuando no como poco como un
prisionero de sus propias ansiedades.
Ansiedades que sin duda proceden de un contexto, el propio
de una época, que si en toda ocasión resulta imprescindible de analizar a la
hora de comprender cualquier ejercicio al respecto, presenta en este caso una
fundamentación mucho más espectacular, en tanto que en pocas ocasiones el
efecto del contexto es no ya tan evidente, sino tan imprescindible.
Es así un momento en el que Europa es definitivamente presa
de las convulsiones que proceden de su propio y evidente desmantelamiento. Las
presiones filosóficas de las que viene siendo objeto, y que se manifiestan en
la definitiva ruptura entre unas islas de Gran Bretaña aristotélicas, frente a
un continente del todo platónico, dibujan un horizonte irreconciliable en el
que la dialéctica presente en la interpretación de los efectos que el mundo metafísico tiene sobre el físico, adquiere
connotaciones de toda índole, en especial en un momento en el que el marxismo, y su real pretensión de cambio del mundo mediante el trabajo, ha visto
definitivamente la luz.
Y en medio, radical y sempiterno un NIETZSCHE que ya
finalizada su época de atardecer, ha
predispuesto sobre el cuadro de juego de
Europa sus ideas fundamentales que en lo concerniente a nuestro interés son
una vez más la idea de poder, y por
supuesto la meta de El Superhombre.
Se esconde en realidad, detrás de todas estas afirmaciones,
nada más, o nada menos que la tragedia del Hombre, manifestada a través de su
dualidad, y del hecho de la discusión de que ambas no pueden convivir, ni en
forma activa, ni pasiva. Una ha de destruir a la otra, aún a sabiendas de que
la necesaria convergencia en un solo cuerpo, convertiría el asesinato en
suicidio, fomentando con ello la idea de que no hay eterno retorno, sino suicidio en forma de dialéctica en este caso destructiva.
Se trata en definitiva, de la manifestación consuetudinaria
por excelencia, propugnada por el Universo
Wagner, y que tiene en El Anillo del
Nibelungo, su máxima expresión.
Es la aproximación estética por antonomasia al debate
dialéctico que enfrenta por un lado al componente dionisíaco, con el componente apolíneo.
Es una vez más, la eterna discusión interna que preside la
vida de todo hombre. Es la parte dionisíaca la que tira de nosotros en pos de la consecución de lo que denominaríamos satisfacción carnal de los placeres. Encarna
pues el gusto por la vida, el Carpe Diem por
excelencia. Coged las rosas mientras
podáis.
Pero esto entendido dentro del ejercicio de responsabilidad
que conlleva el saber que todo se desarrolla como decíamos dentro de una partida de ajedrez atemporal, en la que
además el tamaño de los escaques es inmenso, tanto que por otra parte nos hace
perder cualquier ilusión de perspectiva.
No se busca el placer inmediato, asociado a la versión de Baco. Se trata más bien de la concesión
de franca autoridad a la voluntad de
poder del Superhombre, aquél que intuimos en el Sigfrido de Wagner.
Y enfrente, en oposición si bien en este caso no tan franca,
la razón apolínea. La razón como componente semántico, indiscutible y moral.
Una razón que subyuga al Hombre toda vez que lo somete a la
consideración del modelo, de la copia, en pos de la aceptación del modelo perfecto, y por ende ilusorio, que es la idea de
Dios, y de todo lo que en relación al Hombre, del mencionado procede.
Mundo de las ideas, frente a mundo de las sensaciones.
Física contra metafísica. El cambio permanente, contra el inmovilismo.
Emociones en forma de gusto por la vida, frente a castración emocional en forma
de subyugación frente a los ídolos.
Como no puede ser de otra manera, la constatación de que lo horrible produce enorme satisfacción,
máxime cuando se identifica plenamente como horrible, lleva al individuo a
una especie de trance derivado del placer que le proporciona el disfrute de la decisión de poder. Una decisión que
le lleva a disfrutar sin saberlo del placer doble que proporciona por un lado
el goce activo de la moral del líder, a
la par que se contrapone y deja atrás la moral
del esclavo, débil, incapaz y en cualquier caso gregario, por ello no
merecedor por supuesto, de las mieles que por otro lado si que disfrutará el
Superhombre, el cual, una vez rotas todas las ataduras con lo platónico,
manifestará lo dicho por Zarathustra: “Yo no he venido a matar a Dios. Vengo a
anunciaros que Dios ha muerto.”
Y en medio, la responsabilidad como única atadura razonable,
la cual a la sazón trae asociada la muerte, en forma, como no podía ser de otra
manera, dialéctica. El asesinato de uno, conlleva el suicidio del otro. Y no se
trata de nihilismo, toda vez que se
lleva a cabo mediante la constatación de una fuerza externa a aquél que la
lleva a cabo.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.