Una vez más, me sorprendo a mí mismo inmerso en los
ejercicios de contorsionismo a los
que cada vez hay que ser más aficionado, si de verdad se quiere triunfar en
esto de llegar a comprender no ya los principios, sino más bien los finales, de
la grande e insigne paradoja en la que se ha convertido el en otros tiempos
honorable ejercicio de la Política, no
ya solo en España, sino qué duda cabe, en toda Europa.
La Política constituyó, en algún tiempo, lejano, desgraciadamente, un ejercicio noble. Se conformaba a partir del catálogo de acciones naturalmente buenas, que por anteposición
permitían juzgar, y en consonancia catalogar como de buenos, a aquellos que, en
un momento dado, habían decidido consagrar el ejercicio de sus capacidades, a
la consecución del bien común.
Sí, efectivamente, creo que lo expuesto en el párrafo
anterior, constituye de por sí toda una
declaración de intenciones qué, de por sí, bien merece retroceder y
dedicarle unos minutos más. Primero para una lectura más, y segundo, para
disfrutar de las sensaciones que la misma ha dejado en nuestra boca.
Porque sí, efectivamente, lo expuesto hasta el momento
constituye de por sí una declaración de
intenciones tan elemental, que prácticamente parece redactada desde lo más
profundo de las tripas. Desde ese
lugar en el que todos tenemos localizados los instintos.
Por eso, una vez recuperados de la sensación, una vez
refrescados, con todo lo que ello conlleva, considero suficientemente abonado el terreno, como para poner de
manifiesto uno de los motivos que me ha traído aquí, y ahora.
Afirmar qué, sin el menor género de dudas, LA POLÍTICA es,
de por sí, una de las actividades más agraciadas, en tanto que naturales, a las
que se puede dedicar el espécimen humano.
Entonces, ¿Cómo es posible que hayamos permitido que ésta, y
su ejercicio, se enfanguen hasta semejante extremo?
Asisto, con verdadero desconsuelo, al ritual de miseria
moral con el que la caterva de tez macilenta reunida en Bruselas, pone de nuevo
ante nosotros los considerandos propios que han llevado, entre otras cosas, a
permitir aberraciones tales, como su propia existencia.
La última, tal vez por única, justificación real de la que
dispone el político para justificar su existencia, pasa por asumir como propia la
conciencia absoluta de que su única voluntad, a la par que motor que justifica
su existencia, es el de poder
considerarse exclusivamente como un servidor público. Esta afirmación, que
siempre permaneció clara en nuestras Sociedades, que estaba gravada a fuego en la cabeza de aquéllos
precursores, en los tiempos en los que se presencia rozaba la condición de
parásitos; para luego ascender un poco en la escala de las cosas gracias a la acción de grandes como Pericles; nos trae a este aquí, y a este ahora, en el
que sólo una cosa parece clara. Qué mal han de haberse hecho las cosas para que
de nuevo, exijamos, y con razón, la cabeza de aquéllos que han evolucionado, de
Tribunos de la Plebe, a meros falaces
propensos al enamoramiento material, en la peor de sus expresiones.
Y es que, el que no me regodee un segundo más en la
aberración que constituye la corrupción, no quiere decir que la obvie. Simplemente ,
se trata de un mero ejercicio de optimización de recursos, en este caso los que
responden al tiempo, y a la paciencia del
lector.
Prefiero, eso sí, ahondar en una realidad que a mi entender
se muestra como mucho más sangrante. La que procede de contemplar con profundo
desasosiego el nivel de distanciamiento que existe entre la caterva política, y el pueblo al cual
representa. Que tal circunstancia se diera hace tiempo, tanto como el que
nos separa de las épocas en las que la incapacidad generalizada de acceso a los
recursos de la formación, justificaba todos y cada uno de los argumentos que
sustentaba la teoría de la representación
asumida, bien podía erigirse no ya en excusa, sino en franca realidad. Sin
embargo, llegados al presente que nos ha tocado vivir, uno de cuyos mejores
calificativos es el de Sociedad Formada, unido
con franqueza al de Sociedad de la
Información, desvincula del mundo de la realidad cualquier intento de
justificar tales vacías pretensiones en semejantes argumentos.
Es por ello que no resulta ultrajante buscar en otros
condicionantes la fuente de las realidades que han llevado no ya a tejer, sino
más bien a urdir el complicado tejido de la Política actual.
Mas como en la mayoría de ocasiones, basta un pequeño
ejercicio, basado en la observación paciente, para empezar a comprender la
esencia del problema. En este caso, la desnaturalización sufrida no por la
Política, sino por los que la ejercen. Desnaturalización
que les ha llevado a llegar a considerarse de nuevo como una verdadera casta, ajena a la realidad, y por ende nada
responsable de las circunstancias que sus comportamientos traen aparejados, los
cuales desgraciadamente sólo tienen consecuencias para los que vivimos nuestra
vida supuestamente por debajo de ellos.
Así, una vez sometida semejante realidad a las convenientes
dosis de cinismo, considero más que
alcanzado el momento adecuado en función del cual iniciar una verdadera
revolución. Una revolución casi silenciosa, que tendrá en la revisión de uno
mismo, y del nivel de consecución de nuestras propias exigencias, el primer
detonante.
Éste, y ningún otro paso, conformará el núcleo de la realidad que nos permitirá desencadenar
toda una revolución de intenciones que
tendrá en la recuperación de la responsabilidad ligada a la renuncia expresada
mediante la aceptación de la gran farsa
en la que se ha convertido la Teoría Representativa , su verdadero marco, a
la par que su único limitador.
Entonces, y sólo entonces, el individuo volverá a sentirse
parte integrante de su Sociedad, de su momento, y de su Tiempo. En esencia,
recuperará la capacidad para identificar el instante en el que se hace
imprescindible volver a recuperar LA LIBERTAD. La que se perdió hace más de doscientos
años, cuando nos convencieron de que el
individuo no está capacitado para lograr su desarrollo, sin entorpecer el
desarrollo del bien común.
¿Alguien es capaz de identificar en “Esto”, el bien común?